Historia

Estados Unidos

El ameno intelectual por Luis del Val

La Razón
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Conocí a Fernando Díaz Plaja un poco antes de los setenta, cuando él era un autor de éxito y yo comenzaba a balbucear en el diario «Pueblo», creyendo que el extravagante oficio de periodismo era una profesión. Él ya había escrito «El español y los siete pecados capitales», un libro de ensayo que casi alcanzó el millón de ejemplares vendidos, algo deslumbrante e inusual en aquel decenio… y en todos. Años después, nos volvió a juntar el azar en el comedor de unos amigos comunes, y comprobé a partir de ahí, y en calendarios sucesivos, que la primera impresión de hombre afable, cortés y culto sin pedanterías, se mantenía y se mantuvo incólume. Es un elogio casi doloroso, pero en su encomio podríamos decir que no parecía español: era alto, elegante, no hablaba mal de nadie, no presumía de nada, y aceptaba el éxito con la misma naturalidad que su talento, sin darle demasiada importancia. Vivía en el último piso de la Torre de Madrid, creo recordar que en la planta trigésimo segunda, y desde su salón Madrid, a los pies, parecía una ciudad acogedora. La pregunta inevitable era si, en alguna ocasión había bajado andando por las escaleras, y, en efecto, lo había hecho en una ocasión… «irrepetible» solía añadir, con una ironía más anglosajona que mediterránea.

Era doctor en Historia, y sus rigurosos conocimientos iban siempre acompañados de una envoltura amena y divertida, que en Francia y en Estados Unidos es algo singularmente admirado, y que en España suele suscitar el fruncimiento del ceño de los guardianes del Gotha intelectual. Aquí, como a un catedrático se le entiendan las conferencias, en lugar de admirar su habilidad se le reprueba por frívolo. Y, si en ocasiones parecía un Andy Warhol de la Historia, allí estaban su treintena de libros para demostrar que el rigor cultural no tiene que ser aburrido, a lo largo de una obra que abarca desde la biografía a la historia convencional, y desde la sociología a la narrativa. De su ensayo más famoso se sacaba la conclusión de que el pecado capital de los españoles era la envidia, y Fernando subrayaba: «Es el peor pecado. Con los otros, cuando pecas, sientes sensaciones, algunas muy placenteras, pero la envidia es terrible: cuanto más pecas, más sufres». Escribía cada día un folio, estuviera a bordo de un barco (dio varias veces la vuelta al mundo) o en su casa de Madrid, fuera festivo o laborable. Y explicaba tan rentable costumbre: «El año tiene 365 días. Y un libro no debe tener más páginas que los días de un año».

A veces, cuando leías un libro suyo, te parecía estar escuchando esa manera de comunicar entusiasta e inteligente, esa forma de hablar con propiedad que excita las neuronas del oyente y te impelen a salir de los trillados pensamientos rutinarios. Y he vuelto a escuchar esa voz en la fonoteca de mi memoria, cuando me enteré de su muerte.