Literatura

Literatura

Sexo de abedul por José Luis Alvite

La Razón
La RazónLa Razón

He pensado muchas veces que lo que distingue el porte de una mujer elegante es la manera con la que sus gestos administran el abatimiento existencial, ese estilo al expresar sus ideas más severas con un par de frases cordiales unidas con fina hilatura casi subliminal por la discreta bisagra de un leve carraspeo. Nada es drástico o crucial en sus modales, ni mueve las manos más de lo necesario para que no se les amontone la sangre en ellas. Como es una mujer contenida, puede fumar hoy sin prisa y expulsar mañana con elegante desgana el humo. A veces parece como si arrastrasen un cansancio que les viene de herencia, el elegante lastre nobiliario de una postración congénita, ese discreto desencanto genealógico que cursa en ellas con los síntomas de una de esas enfermedades distinguidas que las van minando lentamente, con botánica e inexorable relojería, como consumen el mildiu las vides francesas al fondo del jardín. A veces la señora elegante tiene un acceso de cautelosa lujuria y reflexiona sobre el pasado lúbrico de su estirpe para justificar el erotismo vagamente intestinal de su laxitud de salón. Se puede ser elegante como un cisne y sentir al mismo tiempo en la sentina del sexo la jauría hambrienta, porcina y oleosa del deseo, aunque llegado el momento del paroxismo la señora elegante administrará su placer con un cauteloso sentido gutural de la contención, como si para una mujer de su posición el orgasmo fuese una infusión de goma arábiga, un delicado texto de Mallarmé leído en alemán. ¡Que dura resulta esa clase de elegancia! ¡Que severas restricciones comporta! Se sienten reconfortadas por el abolengo secular heredado de sus antepasados, pero en el fondo darían a escondidas lo que fuese por sucumbir a las mismas tentaciones banales y obscenas que sus doncellas. Son cultas, hermosas y ecuánimes, pero temen que, a diferencia de los viejos muebles del salón, en su sexo de abedul jamás muerdan a oscuras las termitas.