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Literatura

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La gloria y el retrete

La Razón La Razón

Esta mañana me levanté de la cama con un fuerte dolor de estómago y todavía lo llevo encima. He sentido admiración por quienes escriben a pesar de padecer terribles dolores físicos, muchas veces sintomáticos de patologías graves, incluso en avanzado estado de decrepitud por culpa de un proceso en el que la muerte está sin duda más cerca que las zapatillas. Los analgésicos han resuelto muchas situaciones de dolor y permiten que el escritor recupere la serenidad que facilite su trabajo, pero la historia de la literatura está plagada de ejemplos de novelistas que alcanzaron una altura exquisita gracias a sobreponerse al dolor mordiéndose a veces la lengua para no llorar o maldecir a sus muertos. Hay momentos en los que hasta parece posible que la inspiración segregue ciertas sustancias sedantes que ayuden a reunir la tranquilidad física que requiere la escritura. No es fácil establecer ese punto fronterizo en el que las emociones artísticas generan un cuadro analgésico que nos narcotiza con el pensamiento puesto en la creación literaria y nos hace resistentes al dolor. A lo mejor es que la pasión artística produce en el metabolismo los mismos efectos que la medicación o reacciones similares a las que se derivan del alcohol, de modo que lo que en principio a los críticos les parece en una obra la consecuencia de una actitud intelectual, no es en realidad otra cosa que el resultado de mezclar el pensamiento más sublime con la peor ginebra. Ahora que padezco este maldito dolor de estómago, me cuesta creer que alguien sea capaz de escribir algo lúcido en el transcurso de un cólico renal o mientras sufre las secuelas de una patada en los huevos. Con mucha más frecuencia que estimular el talento narrativo, lo que causa el dolor es la irrupción de la furia que precede el odio, ese estado de ánimo en el que un hombre puede sentirse estimulado para escribir la mejor novela o para darle un giro a su vida, empuñar un revolver y atracar un banco. ¿Será que a veces el arte es una venganza? ¿Se trata tal vez de un sucedáneo de la valentía, el recurso de quienes por propia conveniencia consideran que la literatura es el techo más alto que puede alcanzar la resignación de un hombre? Me duele mucho el estómago ahora mismo y no seré capaz de pensar más sobre este asunto. Ni me detendré siquiera a revisar los supuestos valores de mi columna de hoy, ni a lamentar sus carencias. Resisto bien los fracasos pero tengo muy bajo el umbral del dolor, de modo que mi situación es ahora mismo la del tipo dolorido que en la duda de convertir su patología en arte, no tiene inconveniente en aceptar que la cercanía de la gloria le preocupa en realidad bastante menos que la proximidad del retrete.