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Cretino público

La Razón La Razón

Hoy se escribirá mucho de los resultados de las elecciones europeas, y no estoy dispuesto a competir. Por ello escribiré de lo tonto, antipático, resentido y paleto que es el público de la Plaza de Toros de Madrid. Y mañana, que menguará un bastante el frenesí analítico de las elecciones, me ocuparé de ellas, como si de una exclusiva se tratara. «Nunca escribas de lo obvio en el día de la obviedad», dijo el formidable escritor escocés Allan Mc Pherson, autor sin suerte, especializado en novelas policíacas y nada partidario de mantener al lector en estado de ansiedad hasta la última página. Allan Mc Pherson descubría al asesino, no en el capítulo primero, sino en el título. Su novela «El asesino es Ferdinand Brooks» es un ejemplo de fidelidad absoluta a la carátula de la obra. Porque el asesino es Ferdinand Brooks, el mayordomo, y la novela no se vendió como él esperaba. Hoy escribiré de la aspereza, antipatía y resentimiento de un amplio sector del público de la plaza de Las Ventas de Madrid. Me he sentido avergonzado numerosas veces en el serial isidril. Llegan enfadados. Para mí, que son unos calzonazos en sus casas y esperan cada año la llegada de San Isidro para gritar todo lo que en sus hogares no les permiten. Además, insensibles. No ya con los toreros que han alcanzado la cima y el magisterio, a los que odian porque tienen fincas, ganaderías y mujeres guapas. También este año con los noveles, a los que han exigido lo que no pueden dar. Y con los toros, unos pelmazos. Que «si este toro no es para Madrid», que si patatín y que si patatán. Una parte del público normal, la menos mansa, reacciona en ocasiones contra los energúmenos. El estupendo escritor Javier Villán, crítico de «El Mundo», defiende a los «del tendido siete». Creo que ellos son los culpables de la insoportable acritud de este público malhumorado y tenso que se empecina en padecer las consecuencias de su acritud. No son aficionados a los toros. No esperan el desarrollo de la lidia. No dan oportunidad al toro para recuperarse. Algunos salen cojos de los chiqueros. Otros, simplemente entumecidos. Les molesta el triunfo social de las grandes figuras. Asisten con complacencia al riesgo extremo que adoptan unos pobres toreros sin experiencia «para triunfar en Madrid». Y cuando consiguen que el riesgo extremo se convierta en una cornada, no mueven ni un músculo de sus rostros. Entiendo perfectamente a los grandes toreros que han hecho a la Plaza de Las Ventas un corte de mangas con butifarra incluída. A Enrique Ponce lo empiezan a martirizar desde que hace el paseíllo. Y Ponce no necesita de Madrid para seguir en la cima artística del escalafón. Esta plaza ya no es la que era, justa, sabia, medida y apasionada cuando el arte se escribía con mayúsculas. Se ha establecido la exigencia de un tipo de toro que no existe. O los ganaderos importan sementales de búfalos del Cabo, o en unos pocos años van a huir de Madrid. Ese presumible purismo que dicen representar determinados sectores de la plaza, no es otra cosa que una paletería. Y una cursilería monumental, como el coso. Más circo romano que fiesta taurina. A ver cómo vienen el año que viene los calzonazos. Ésos, los que han hecho del público de Madrid un desagradable congreso de tontos.

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