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Con buen acierto y mejor tino, Esther Tusquets tituló uno de sus libros «El mismo mar de todos los veranos» con cierto regusto melancólico. Yo, más humilde, cuando llega junio siento el mismo calor de todos los veranos mientras el paisaje humano se puebla de cuerpos que nos los mejora ni un artesano de la arcilla, quitando grasa y poniendo fibra donde no la había. Llega el tiempo de exhibir, con más estilo que los que se desabrochan la gabardina en cualquier parte para enseñar lo que no tienen, pero con parecidas intenciones: buscar que les miren y admiren. Da igual que sean tatuajes diseñados en esas partes del cuerpo donde lo único que sobra es la intención, bíceps, escotes o glúteos bien dispuestos. Es cuestión de mirar y dejarse ver y también de hinchar los pulmones para disimular tripita. El caso es que es tiempo de campo y, sobre todo, playa o piscina. Ahí tenemos a Ronaldo el bueno con un bañador retro que potencia ese cuerpo de adonis que no lo hubiese cincelado mejor ni Miguel Ángel. Más pronto que tarde llegarán las imágenes de mujeres neumáticas con apellidos y bañadores con firma que potenciarán curvas que ni están en el mapa de carreteras y un moreno de ocasión, de todo a uva por no sé cuántos euros. Es una realidad que tiene algo de impostura, de gustar para gustarse. Tan divino como humano.En el entremés, y en semana de cumpleaños y «cumple kilos», me miro al espejo con la siniestra actitud de Oscar Wilde en «El retrato de Dorian Gray». Podría encoger de aquí, aumentar de allá, pero me invade la pereza, tan veraniega por cierto. Pues nada, a lo mismo de siempre: a no disimular las carencias y ofrecer las prebendas de entretiempo, que no pasan de moda aunque nunca estén a la última.