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Juicio político

La acusación demócrata considera a Trump el “incitador en jefe” del asalto al Capitolio

Hacen hincapié en el ataque del ex presidente al sistema democrático de EE UU con sus denuncias de fraude electoral en una intensa segunda jornada del «impeachment»

Una pantalla con el discurso de Trump del 6-E y el Capitolio de fondo donde se celebra su juicio Jose Luis MaganaAP

Según el artículo dos, sección dos, cláusula primera de la Constitución de Estados Unidos, el presidente es también el comandante en jefe de todos los Ejércitos. Pero para los senadores demócratas se recicló en «incitador en jefe». De los discursos del diputado por Maryland, Jamie Raskin, que dirige la acusación, se desprende que sus palabras, conspiraciones y teorías fueron decisivas no solo para enardecer a la masa en el asalto al Capitolio del 6 de enero, sino, sobre todo, o además, para ofrecer el perfecto guión insurreccional.

Los asaltantes dijeron luego que el presidente los había llamado a defender la república en su hora más frágil. Entre otras cosas porque coincidiendo con la fecha en la que los congresistas debían de confirmar los resultados del colegio electoral, Trump pidió a sus seguidores que reservaran el día 6 de enero. Algo grande, algo importante iba a suceder. Lo insinuaba el presidente y lo repetían, entusiasmados, en los foros donde generalmente abrevan los elementos más violentos del supremacismo blanco, encantados de que el hombre del Despacho Oval pareciera brindarles la excusa para dedicarse a la delincuencia con vitola política.

Mientras el Legislativo cumplía con su papel como garante de la voluntad popular, acusó a muchos de sus conmilitones, incluido su vicepresidente, Mike Pence, fueron acusados por Trump de no estar a la altura de lo que exigía la historia y de permitir un fraude de ley que, de facto, enterraba la democracia estadounidense. Para salvarla había que luchar. Había que apretar.

En su trabajo para reforzar los argumentos, la acusación, que el martes había mostrado unos vídeos devastadores, recordó antecedentes tan dramáticos como el tuit de Trump de finales de 2020, cuando escribió que el «Departamento de “Justicia” y el FBI no han hecho nada con respecto al fraude electoral de las elecciones presidenciales de 2020, la estafa más grande en la historia de nuestra nación, a pesar de la abrumadora evidencia. Deberían estar avergonzados. La historia lo recordará. Nunca te rindas. Nos vemos a todos en D.C. el 6 de enero».

Nada nuevo, entonces, para un presidente que llegó a la Casa Blanca dando pábulo a todas las conspiraciones imaginables. Solo que en esta ocasión parecía apelar a algo más que la mera retórica y la fecha no podía ser más crucial. Ayer Raskin estuvo inclemente en sus alocuciones. El senador, un constitucionalista de vuelo, reconocido profesor de leyes de la Universidad de Washington, que perdió a su hijo veinteañero hace apenas un mes, ya había advertido en la víspera de que no estaba dispuesto a quedarse sin vástago en 2020 y sin República en 2021.

La historia tiene miga. El marido de Sarah Bloom Raskin, que tiene dos hijas, anunció el 4 de enero que su único hijo varón, estudiante de Harvard de 25 años, se había suicidado el 31 de enero. La familia lo enterró el 5 de enero. Al día siguiente, el 6, señalado en rojo para confirmar la victoria del candidato Joe Biden, Raskin acudió al Capìtolio acompañado de una de sus hijas. Allí, mientras los asaltantes asaltaron el edificio, en un búnker secreto al que los condujeron los agentes de policía y acompañado por su hija, comenzó a garabatear el borrador del nuevo «impeachment» contra Donald Trump.

Lo animaba el convencimiento de que el presidente había incitado y provocado a los violentos, así como el estupor, y el horror, de comprobar cómo después de varias horas de su vandalismo, Trump finalmente salió en la tele y mezcló la condena de los actos con unas asombrosas muestras de amor por los hooligans. Os amo, llegó a decir.

De la descripción que ayer hizo Raskin emana un escenario apocalíptico. No muy distinto al vivido en el interior de los aviones secuestrados por los islamistas radicales en septiembre de 2001. En lugar de varias aeronaves dirigidas para estrellarse contra los edificios sagrados del país, los protagonistas sufrían en el interior de uno de ellos.

Al igual que los pasajeros llamaron a sus familias cuando comprendieron que estaba condenados, así senadores a mi alrededor la gente llamaba a sus esposas y a sus maridos, a sus seres queridos, para despedirse. «Hubo gente que murió ese día», dijo Raskin. Su relato fue tan sombrío como visceral. Habló de escenas dantescas. De imágenes inauditas. De políticos aterrorizados, familiares que lloraban, agentes de paisano con la pistola en la mano, de radicales que llamaban abiertamente a asesinar a algunas de sus némesis, caso de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes y objeto de un odio muy visceral por parte de algunos.

También recordó el papel heroico que ese día jugaron los policías que defendieron a los representantes de la ciudadanía. Muchas veces poniendo en riesgo su propia integridad física. En ocasiones siendo apaleados y torturados por la masa enfurecida, que no dejaba de saquear el edificio y a de hacerse “selfies” por los pasillos como si hubieran conquistado una ciudadela enemiga y hubiera llegado el momento de cobrarse tributos en forma de botines y sacrificios.

«Hubo oficiales que terminaron con heridas en la cabeza y daños cerebrales. A la gente le ardían los ojos. Un oficial sufrió un infarto. Un oficial perdió tres dedos ese día. Dos oficiales se han quitado la vida...». Pese a la exaltación, los demócratas todavía no tienen asegurados los votos para condenar al ex presidente republicano. Necesitan 17 “síes” conservadores para que el segundo juicio a Trump no termine como el primero.

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