Política

Elecciones europeas

Bostezo y división

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«Cuando oigo hablar de Europa, cojo mi almohada», escribe el francés Claude Imbert. El bostezo se ha contagiado a más gente. Europa no excita en momentos en que se le acumulan los problemas. Las elecciones de hoy son un buen ejemplo. Los Gobiernos quieren que nos movilicemos y los ciudadanos vemos el asunto con distanciamiento. Un 68% de los europeos piensa aún que la Unión les ha beneficiado. El entusiasmo, con todo, no es el de antes. En el Eurobarómetro de abril, un 33% de los encuestados alberga dudas sobre el futuro de la UE.

Es un porcentaje que coincide con los escaños que, según algunos sondeos, conseguirán los partidos populistas en el Parlamento Europeo (250 de 751). Es precipitado concluir que todos los votantes populistas son antieuropeos y que los de partidos de otro signo son fervientes europeístas. No, el problema es más complejo y el hastío hacia Bruselas alcanza a gente de formaciones que creen en la necesidad de la Unión.

El primer problema actual de la construcción de Europa es que los que no creen en ella se muestran más activos, más movilizados que sus numerosos defensores, pasotas a veces que utilizan para apuntalarla una argumentación gastada. En la europeísta Francia, Reagrupación Nacional opina que Europa «no es salvable» mientras que los Republicanos en el bando opuesto enarbolan argumentos trillados sin atractivo.

Los jóvenes europeos que no han dado la espalda al tema ven que las políticas de la Unión no han logrado parar el populismo (en Italia, desde la cumbre reformadora en Bratislava de 2016, han formado Gobierno dos partidos populistas y en Hungría se afianza un personaje como Orban). Se percatan también de que la Unión que aspira a ser la conciencia mundial en la cuestión de los derechos humanos es un cero a la izquierda en Siria o Venezuela. Son conscientes de que el denostado EE UU crece al 3,2% y su desempleo ha bajado al 3,6% y la idealizada Europa cuenta con un paro muy superior y un crecimiento muy inferior (1,3% en los cinco grandes países europeos). El segundo problema es la división entre los 28 miembros en temas fundamentales: la emigración –con escasa solidaridad con Italia, España y Grecia–, las relaciones con Rusia, los gastos en defensa y seguridad... Exponente llamativo de esta fisura son las dos locomotoras del proyecto europeo, Francia y Alemania. Un comentarista decía recientemente que los dos países no hablan el mismo lenguaje económico. Los alemanes están complacidos con el «statu quo» y los franceses quieren alterarlo. Otro señala que la señora Merkel se ha convencido de que Macron, con sus debilidades internas («chalecos amarillos») no podrá llevar a cabo ninguna de las propuestas europeas que pregona, y, en consecuencia, la germana lo trata como a un alumno equivocado. Macron ha manifestado después de entrevistarse con Merkel que las disensiones entre París y Berlín afectan fundamentalmente a la gestión del Brexit, la política energética, el cambio climático, las negociaciones con Estados Unidos... No es poco y probablemente se ha dejado algunos temas en el tintero. Otras declaraciones de Macron diciendo que Alemania está en declive han producido una reacción del semanario «Der Spiegel», que aconseja al presidente que no haga de profeta y que Alemania hace los deberes mientras que Francia no. La división llega hasta la importante renovación de altos cargos europeos después de las elecciones. Juncker, presidente de la Comisión, hace mutis. Los alemanes y otros países piden que el nuevo presidente sea el líder del grupo más votado en el Parlamento (probablemente el alemán Weber, del PPE). Macron quiere algo conocido, pero menos democrático, que los Gobiernos tengan la última palabra. ¿Postularía a su compatriota Barnier, negociador del Brexit?. La propuesta de Macron daría pábulo a los argumentos de los antieuropeístas. Más división.