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Democracia

Generación Z en África: por qué los jóvenes lideran las mayores protestas del continente

En Kenia, Marruecos, Madagascar, Mozambique, Senegal, Camerún o Costa de Marfil la presencia de jóvenes en movimientos políticos no es un fenómeno nuevo, pero sí vive un nuevo despertar

Protestas callejeras en Madagascar ASSOCIATED PRESSAP

Múltiples pensadores consideraron (y siguen haciéndolo) que el futuro pertenece a los jóvenes. Sin embargo, este es un oxímoron descorazonador. En el momento en que aparezca ese deseado futuro, los jóvenes ya no lo serán porque el tiempo también habrá caído sobre ellos; y se dirá entonces, otra vez, que el futuro pertenece a los nuevos jóvenes. El futuro vuelto presente pertenece a los ancianos que fueron jóvenes una vez, esto es cierto, mientras que los jóvenes nunca son dueños de nada, como no sea de una promesa a largo plazo.

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Los jóvenes, en fin, desean ser dueños del presente, de su presente, especialmente en lugares donde el futuro corre grave peligro de ser exactamente igual que en los últimos treinta años. Esta puede ser la primera explicación acerca de por qué los jóvenes de más de media docena de países africanos, especialmente aquellos pertenecientes a la Generación Z, hace dos años que protagonizan las protestas ciudadanas más importantes del continente.

Kenia, Marruecos, Madagascar, Mozambique, Senegal, Camerún, Costa de Marfil. Aunque la presencia de jóvenes en movimientos políticos no es un fenómeno nuevo, sí que puede hablarse de un nuevo despertar. Los jóvenes de ayer son los viejos de hoy y los jóvenes de hoy, que serán los viejos inmovilistas del mañana, aportan en su momento nuevas herramientas y canales de organización que permiten identificar un patrón que se repite a lo largo de África.

Su principal contrincante lo representan las élites envejecidas que se aferran al futuro que les prometieron en su propia juventud. Porque la edad media de los jefes de Estado de los países citados es de 65 años.

Pero la edad media de todos los países citados, exceptuando Marruecos, es inferior a los 20 años. Las luchas por la independencia, las guerras civiles y las transiciones democráticas (donde las hubo) en las décadas de 1980 y 1990 son historia antigua para una mayoría de la población local. Los recuerdos gloriosos y los sueños de juventud han evolucionado de la mano de nuevas necesidades. Las exigencias de calidad de los servicios públicos, el acceso a empleo, el coste de la vida y el funcionamiento cotidiano de las instituciones es por lo que gritan los jóvenes de hoy.

Una brecha generacional

Las protestas recientes han puesto de manifiesto esa brecha entre el relato oficial anclado en el pasado y una generación anclada en el presente. En Kenia, las movilizaciones contra el “Finance Bill” en 2024 surgieron como una forma de rechazo a una subida de impuestos que afectaba a productos básicos, pero pronto derivaron en una crítica generalizada al Gobierno. Hubo decenas de muertos y los manifestantes llegaron a ocupar el Parlamento. En Madagascar llegaron más allá.

Las manifestaciones provocadas por los cortes de agua y de electricidad derivaron en una concatenación de protestas a las que finalmente se unió el Ejército, provocando la destitución del presidente Rajoelina en un golpe de Estado disfrazado de revuelta popular. En Marruecos, las concentraciones vinculadas al entorno de GenZ 212 han puesto el foco en la calidad de los servicios públicos y el empleo juvenil, a la vez que se critican las prioridades de gasto del Estado.

Uno de los rasgos diferenciales de las protestas juveniles de los últimos años es su faceta tecnológica. La organización de las manifestaciones se produce, en gran medida, a través de redes sociales y aplicaciones de mensajería (Twitter/X, WhatsApp, TikTok, Telegram, Instagram o Discord). Son canales que permiten una coordinación rápida, flexible y difícil de controlar mediante los mecanismos tradicionales de vigilancia. Las convocatorias circulan en foros, grupos de Facebook y plataformas similares que rápidamente se vuelven a levantar cuando una cuenta puede ser eliminada.

Los vídeos de abusos policiales se difunden en tiempo real, despertando la ira al instante, y los debates se desarrollan en espacios digitales donde ya no queda muy claro qué es político, qué lúdico y qué identitario.

En Kenia, las campañas contra el Finance Bill se apoyaron en una proliferación de hashtags y listas de difusión en WhatsApp. En Marruecos, el entorno de GenZ 212 ha utilizado servidores de Discord y canales cerrados de Telegram como espacios de deliberación y reparto de tareas, que luego se proyectan hacia el exterior a través de X, Instagram o TikTok. En Madagascar, la circulación incesante de vídeos grabados con el móvil ha funcionado como sistema de alerta y de documentación en ausencia de medios de comunicación independientes.

Las generaciones anteriores se organizaban en sindicatos, partidos opositores, medios de comunicación más o menos disidentes. Además, siempre se trabajaba por alzar a una figura carismática por encima del resto. Pero estos son mecanismos que han quedado obsoletos. Los sindicatos han demostrado que son herramientas demasiado contaminadas por el poder central como para ser realmente útiles. Los partidos opositores, coaccionados por gobiernos autoritarios o diluidos en la amalgama electoral, consistían en un peso pluma enfrentándose a los pesos pesados de la maquinaria estatal. Y las figuras carismáticas, asesinadas o corrompidas con el tiempo, han demostrado tener una fuerza muy relativa. La masa, pura y dura, sin rostros reconocibles pero aunada por un objetivo común, como una bandada de mil gallinas que finalmente se enfrentan al zorro, esta es el arma contundente de la que se sirve la juventud.

Sin embargo, esta mentalidad política tan poco estructurada, aunque liberada del intelectualismo que refrenaba la acción, corre el riesgo de no traducirse en un resultado claro y desplazar a la juventud cuando llega la hora de tomar las decisiones. En Madagascar, por ejemplo, el poder lo tomó finalmente un militar. Los jóvenes protestaron, se organizaron, empujaron al Gobierno… y luego dejaron paso a que sean otros quienes decidan por ellos.

Nuevos símbolos

También cambian los repertorios simbólicos y culturales. En ciudades como Nairobi o Rabat, la protesta no se expresa sólo mediante los eslóganes tradicionales que se estampan en las pancartas, sino que se reproduce también a través de la música, vídeos cortos de TikTok, memes y otros formatos habituales en la cultura juvenil global.

El lenguaje visual y sonoro mezcla en este punto referencias locales, pero también globales, de modo que la frontera entre activismo y producción cultural se difumina. Un ejemplo claro de esto último se vio en las protestas de Marruecos: una de las imágenes más difundidas fue la de jóvenes manifestándose con la bandera pirata de One Piece (el anime japonés) usada como símbolo de resistencia y mezclada con consignas en darija y pancartas sobre las pésimas condiciones de la sanidad pública y los precios de los alimentos.

Las demandas giran además en torno a cuestiones muy concretas. Rechazan medidas fiscales que consideran abusivas, denuncian la carencia de servicios básicos, protestan contra la brutalidad policial y se oponen a los viejos modelos políticos liderados por viejos políticos. Exigen una lucha efectiva contra la corrupción y la necesidad de alternancia real en el poder, que debe venir acompañada de una independencia judicial. Este cúmulo de insatisfacciones vuelven que focos de protestas nacidos por motivos aparentemente concretos (por ejemplo, una subida de impuestos) se conviertan en catalizadores de críticas sistémicas que derivan en escenarios impredecibles.

Desde el punto de vista ideológico, resulta difícil ubicar estas movilizaciones en el eje izquierda–derecha. Los actores implicados rehúyen por lo general esta clasificación, precisamente por su distancia respecto a los partidos tradicionales (a los que consideran parte del problema). Es a partir de sus demandas como pueden interpretarse algunas de sus orientaciones. En el plano socioeconómico, por ejemplo, suelen hacer énfasis en los servicios públicos y la protección de los sectores más vulnerables. En el plano político, buscan la creación de procedimientos democráticos fiables, mientras rechazan la concentración de poder.

Destaca una cierta distancia respecto a las estructuras religiosas tradicionales, cuando éstas se perciben como aliadas del statu quo político. Este distanciamiento no implica una postura “antirreligiosa”, sino una reivindicación de autonomía juvenil frente a los habituales discursos que apelan al respeto a la autoridad o a la tradición para deslegitimar las protestas.

En algunos países, como Marruecos o Costa de Marfil, el impacto de las protestas ha sido limitado. Pero no puede desdeñarse la ola que ya navega el mar político africano porque, en Kenia, consiguieron detener un proyecto de ley respaldado por el mismísimo Fondo Monetario Internacional.

En Madagascar colaboraron en la expulsión del presidente. Y en Senegal forzaron el adelanto de las elecciones que acabaron con la victoria del candidato de la juventud. Incluso allí donde los cambios han sido escasos, las protestas han dejado un poso que podría desembocar en cambios futuros. Se han creado redes de activistas, abogados y periodistas que apoyan este cambio, que se conocen, que trabajan juntos y consolidan una cultura política juvenil contraria a las élites y familiarizada con los medios digitales.

Las protestas juveniles en África no pueden entenderse simplemente como una repetición de eventos populares y ya conocidos desde hace décadas. La extraordinaria juventud del continente, sumada a la tecnología y las nuevas exigencias, pueden producir cambios importantes. Todo dependerá, en el fondo, de que los jóvenes consigan organizarse como una entidad política que escapa a la simple protesta para desenvolverse de una forma articulada. Es decir: que cuiden que su mayor fuerza hasta la fecha (su homogeneidad como masa) no pase a convertirse en su mayor debilidad.