Enviado especial

Olor a hogar donde nadie está en su casa

Desde la zona mexicana de la playa, me pegué al muro y observé al otro lado varias camionetas de la Guardia Fronteriza estadounidense patrullando por la arena. Nunca había sentido que dos lugares estuvieran, a la vez, tan cerca y tan lejos

Javier Villaverde en el lado mexicano del muro entre México y Estados Unidos que entra 100 metros mar adentro en las aguas del Océano Pacífico dividiendo los Jardines Playas de Tijuana (Baja California, México) del Parque de la Amistad de San Diego (California, Estados Unidos).
Javier Villaverde en el lado mexicano del muro entre México y Estados Unidos que entra 100 metros mar adentro en las aguas del Océano Pacífico dividiendo los Jardines Playas de Tijuana (Baja California, México) del Parque de la Amistad de San Diego (California, Estados Unidos). Pablo Sánchez Olmos

A pocos metros de la frontera entre México y Estados Unidos, una niña de 10 años montaba en un patinete entre más de un centenar de tiendas de campaña mientras iban despertando las 1.500 personas que se instalaron en un improvisado campamento de migrantes en el paso fronterizo de El Chaparral en Tijuana (México). Mientras los primeros rayos de sol del día iluminaban las tiendas de campaña, el roce de las ruedas del patinete con el asfalto rompía el silencio.

A finales de marzo de 2021, dos meses después de aterrizar en Ciudad de México como corresponsal en Iberoamérica de La Razón, viajé a Tijuana para cubrir el aumento de migrantes en la frontera animados por la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca. Durante varios días, nos acercamos a las historias de algunos de ellos, a los motivos que les habían empujado a dejar su hogar en Guatemala, Honduras, El Salvador, Haití, Venezuela, México... y recorrer miles de kilómetros hasta llegar a una frontera cerrada.

El cambio de discurso de Biden sobre la migración, con una retórica más amistosa frente a la xenofobia de Trump, renovó las ilusiones de miles latinos en el sueño americano. A pesar de los riesgos de sufrir robos, perder la vida en alguno de los cruces fronterizos o ser secuestrados por las mafias de tráfico de personas, Adán Oviedo, hondureño de 39 años, decidió por primera vez emigrar junto a su mujer y su hija.

Javier Villaverde junto al hondureño Adán Oviedo en el campamento de migrantes de El Chaparral en Tijuana (México) en marzo de 2021.
Javier Villaverde junto al hondureño Adán Oviedo en el campamento de migrantes de El Chaparral en Tijuana (México) en marzo de 2021.Pablo Sánchez Olmos

Tras la promesa de Biden de no separar a las familias en la frontera, Adán y su esposa tomaron la decisión de recorrer más de 4.000 kilómetros con la esperanza de entrar juntos a Estados Unidos. «Llegamos hace tres semanas por las palabras de Biden sobre las familias migrantes. Mi niña pasó fiebre. Muchos nenes sufren aquí. No siempre hay medicinas, comida o agua», relataba Adán sobre el día a día en el campamento en el que tienen la ayuda de varias ONGs de la zona que les traen diariamente comida, medicamentos, ropa y mantas para resguardarse del frío que cada noche complica la vida en el campamento.

A nueve kilómetros del paso fronterizo de El Chaparral, el muro entra 100 metros mar adentro en las aguas del Océano Pacífico que dividen los Jardines Playas de Tijuana (Baja California, México) del Parque de la Amistad de San Diego (California, Estados Unidos). Desde la zona mexicana de la playa, me pegué al muro y observé al otro lado varias camionetas pick-up de la Guardia Fronteriza estadounidense patrullando por la arena para detener a los migrantes que traten de entrar ilegalmente a Estados Unidos. Nunca en mi vida había sentido que dos lugares estuvieran, a la vez, tan cerca y tan lejos.

Aprovecho estas líneas para agradecer a Esther Sanz Sieteiglesias, Rocío Colomer y todo el equipo de la sección Internacional su trabajo y las muchas lecciones que aprendí, sobre este oficio y sobre la vida, durante los dos años en los que tuve el privilegio de contar al lector de este diario la realidad en América Latina. Dos años usando tanto el helicóptero para mirar con perspectiva como la lupa para acercarse donde sea necesario.

Javier Villaverde en Antigua Guatemala (Guatemala) en julio de 2021 durante un viaje como corresponsal de La Razón en América Latina.
Javier Villaverde en Antigua Guatemala (Guatemala) en julio de 2021 durante un viaje como corresponsal de La Razón en América Latina.Carol Serrano

Un aprendizaje que ha sido muy útil este año 2023, en el que La Razón ha celebrado su 25 aniversario, para mi trabajo como reportero en la sección de Madrid y, desde mayo, como redactor en la sección de Sociedad. No quería dejar pasar la oportunidad de agradecer haber trabajado con Pablo Gómez y Rocío Ruiz rastreando la actualidad madrileña, haber contado con la experiencia de Sergio Alonso y Emiliano Cascos en la sección de Sociedad y, por supuesto, haber currado codo con codo con estupendos compañeros con los que he tenido la suerte de coincidir en este año tan especial para el periódico.

Al volver a El Chaparral, la cantidad de niños sonrientes jugando por el campamento sorprende. Los pequeños parecen ajenos a la inseguridad que les rodea en un lugar donde, como en muchas otras fronteras, los Derechos Humanos desaparecen y las mafias de tráfico de personas amenazan a los migrantes con la extorsión o el asesinato.

Cuando la noche cae en El Chaparral el 23 de marzo de 2021, el olor a cebolla frita se expande por el campamento creando un ambiente hogareño en un lugar donde nadie está en su casa. Helen Izaguirre, una joven hondureña de 23 años, está al mando de una pequeña placa de gas de dos fuegos: «Estamos preparando la cena en una cocinita improvisada. Una señora la comparte con nosotros. Hacer amigos es una buena forma de sobrevivir aquí».

Tras ser extorsionada por las bandas y verse obligada a cerrar su negocio de venta de baleadas, tortillas de harina típicas hondureñas, Helen huyó de su país por las amenazas de muerte de las maras, a las que se negaba a pagar “casi todos mis beneficios de mi tienda” como le exigían. Después de recorrer más de 4.000 kilómetros desde Honduras “sobre todo a pie y algunos tramos en autobús” cruzando México hasta llegar a Tijuana, el aroma a cebolla parece que hace olvidar a Helen las penurias de un viaje “con muchos peligros que gracias a Dios pudimos esquivar”.

A pesar de llevar semanas esperando ante una frontera cerrada, Helen está contenta. No expresa cansancio, ni frustración, ni rabia. La joven hondureña se muestra “confiada en lo que Dios nos traiga para el futuro”. Espera poder cruzar a Estados Unidos para “construir una vida que en mi país las maras me robaron”. Mientras mantiene la esperanza de lograr que las autoridades estadounidenses le permitan solicitar su petición de asilo como refugiada por la violencia de las maras, Helen afronta sonriente una noche más en el campamento “haciendo pollo frito con cebolla, papas y arroz”.