
Sucesión complicada
La pugna por el trono vacío del dalái lama
La sucesión desata las reticencias del régimen chino que aspira a controlar la identidad y el liderazgo tibetanos

Con la esperanza de sofocar definitivamente la causa tibetana tras su muerte y de cara a su reencarnación, el venerado XIV dálai lama no ha dejado nada al azar. El secreto de una sucesión exitosa reside en su preparación. Con la astucia y serenidad de un maestro estratega, ha dado un golpe en su lucha por la soberanía religiosa. Hoy cumple 90 años y este monje jocoso de mirada profunda, laureado con el Premio Nobel de la Paz, ha dado esta semana el pistoletazo de salida a los preparativos para su relevo, asegurando que su heredero nazca en un «mundo libre» lejos de las garras de un régimen chino que lo tilda de «demonio separatista». Ya lo dejó patente en su libro, «Voz para los sin voz»: «Más de siete décadas de lucha con China por mi tierra y mi pueblo, donde no se anduvo con rodeos. Con la tenacidad de quien ha soportado un siglo de promesas vacías y puños de hierro», este manifiesto destila furia y refleja que se niega a doblegarse. Desde la anexión del Tíbet en 1950 bajo Mao Tse-tung hasta Xi Jinping, disecciona un «diálogo de sordos» con un régimen chino. «Mi reencarnación no será dictada por nadie ajeno a nuestras tradiciones», sentencia, lanzando un dardo envenenado al corazón de un sistema que bajo su punto de vista pretende coreografiar hasta lo divino.
Pekín, fiel a su guión, ha respondido con predecible contundencia. Mao Ning, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, descartó las palabras de Su Santidad como «absurdas» y recitó el mantra oficial: la reencarnación debe pasar por el filtro de las leyes chinas, los rituales aprobados por el Partido y unas «costumbres históricas». Pero la herida más punzante sigue siendo el caso del Panchen Lama, elegido por el monje en 1995 y borrado del mapa a los seis años. Su rostro, todavía pegado en los muros de Dharamsala, es un grito silencioso contra la opresión.
Al término de la guerra chino-nepalesa, el emperador Qianlong marcó un hito en la historia del Tíbet al promulgar la Ordenanza de 29 artículos, un ambicioso plan para reforzar el control chino sobre la región, con un foco especial en la selección de los lamas. Introdujo el método de la Urna Dorada, un sistema que prometía erradicar la corrupción en la elección de reencarnaciones, pero que también colocaba al emperador como árbitro supremo del proceso espiritual. Este mecanismo le permitió a influir directamente en la designación de figuras clave, como el octavo y noveno Panchen Lamas y el décimo dálai lama. Con la autoridad de quien lleva décadas liderando la resistencia, el conocido como «Océano de Sabiduría» ha sido tajante: solo el Gaden Phodrang, un consejo de su entera confianza, tendrá la potestad de identificar a su sucesor, dejando claro que en este asunto sagrado no cederá ante presiones.
Este proceso, profundamente enraizado en la mística tibetana, evoca la fascinante odisea que llevó a su propia designación hace casi un siglo. La identificación del XIV maestro tras el deceso de su predecesor en 1933 se convirtió en una travesía extraordinaria marcada por señales sobrenaturales, visiones proféticas y una meticulosa indagación.
El cuerpo de su antecesor inmediato fue dispuesto en el Palacio de Norbulingka, en Lhasa, orientado hacia el sur, conforme a la tradición. Días después, un fenómeno desconcertante captó la atención de los monjes, ya que el rostro del difunto se hallaba misteriosamente girado hacia el este. Este signo, interpretado como un mensaje del más allá, señaló que su reencarnación habría de encontrarse en el oriente, lejos del imponente Palacio de Potala. Un grupo de monjes de alto rango, disfrazados con ropas humildes para ocultar su propósito, partió en busca de un lugar que coincidiera con la descripción profética que habían recibido. La exploración los condujo a una vivienda que encajaba con la visión. Allí encontraron a Lhamo, un niño de apenas dos años cuya presencia resultó ser el epicentro de una serie de eventos extraordinarios. Cuando uno de los monjes, portando un rosario que había pertenecido al Lama, se acercó al pequeño, este lo reclamó con determinación que desafiaba su edad. Ante una selección de objetos similares, Lhamo eligió sin titubear el correcto. Más tarde, frente a dos tambores —uno grandioso y ornamentado, atractivo para cualquier infante, y otro más sencillo, usado por el difunto—, el pequeño señaló el segundo con la misma certeza. Tras un riguroso proceso de evaluación y rituales adicionales, Lhamo fue reconocido oficialmente y entronizado el 14 de enero de 1940, marcando el inicio de una era de liderazgo espiritual. Sin embargo, este proceso, aunque impregnado de misticismo, no está exento de ambigüedades. Esta selección deja espacio para interpretaciones y decisiones humanas que, en última instancia, podrían abrir la puerta a controversias sobre la autenticidad o incluso a la posibilidad de múltiples reencarnaciones.
Desde la muerte del V dignatario religioso en 1682, que dejó tras de sí una meseta tibetana unificada, ninguna transición ha tenido tanto peso para el futuro de la identidad y el liderazgo de este pueblo. Hoy, lo que está en juego es una cosa distinta, pero no menos profunda. Pese a que China ejerce un control absoluto sobre Tíbet, hay una fuerza que sigue fuera de su alcance , y su nombre es Tenzin Gyatso, que aunque vive libremente en el destierro, su espíritu indomable goza de reverencia mundial.
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