
San Francisco
Sueños rotos en el Mediterráneo

Un nuevo naufragio vuelve a teñir de rojo las aguas del estrecho de Sicilia. Otra vez el nombre de Lampedusa, en lugar de asociarse a sus limpias costas pobladas de tortugas y delfines, nos recuerda a tantos cuerpos flotando que nunca podrán alcanzar su sueño. Hace apenas cuatro días, en las páginas de este mismo diario, y desde Lampedusa, narraba a los lectores mi desolación al ver esos ataúdes sin nombre alineados en un hangar, y mi rabia al ver las condiciones de vida de los supervivientes internados en lo que llamaban centro de acogida. Acababa mi artículo con un deseo: ojalá que éstos sean los últimos peregrinos de la pobreza. Lo decía con la esperanza de que esas muertes injustas sirvieran al menos de escarmiento a las mafias que trafican con ellos como si fueran mercancías, y para que las autoridades europeas no volvieran a permitir otro desastre igual, porque tienen medios para poder hacerlo. Mi deseo y esperanza han sido en vano. En estos días no he visto en ningún Parlamento: ni en los regionales, ni en los nacionales, y menos en el europeo, un minuto de silencio por esas víctimas y por tantas otras de cuyos naufragios ni nos hemos enterado. Ninguna reunión ante las puertas de ningún ayuntamiento, ni organismo oficial, ni siquiera de ningún sindicato. Sólo los lampedusinos han abucheado a las autoridades y sólo la voz de su valiente alcaldesa ha retado al presidente de la República a contar con ella los muertos. Y con ellos únicamente, la voz del Papa, de este nuevo San Francisco que después de gritar vergüenza pidió en la plaza de San Pedro la oración en silencio de los fieles allí congregados. Fue el único duelo que tuvieron esos muertos sin nombre y probablemente, el único que tengan éstos de hoy. Ése, y el dolor de corazón de tantas buenas gentes ante las imágenes del televisor o las fotos de un periódico. Un dolor sincero, pero silencioso. Es hora ya de que los ciudadanos digamos basta. ¡Basta a la explotación, basta a la pobreza, basta al egoísmo de unas leyes injustas que prohíben que los que no tienen pan, ni tierra, ni paz, la busquen donde esté para ellos y sus hijos, aunque les vaya la vida en ello, textualmente. Un mundo mejor es posible, lo creo firmemente.
*Presidente de Mensajeros de la Paz
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