Aborto

La nueva higiene social

La eugenesia es un viejo invento, pero hay una ley sobre la que se sustenta la civilización occidental que se basa en que hay cosas que no se deben hacer aunque se puedan perpetrar

La nueva higiene social
La nueva higiene sociallarazon

La eugenesia es un viejo invento, pero hay una ley sobre la que se sustenta la civilización occidental que se basa en que hay cosas que no se deben hacer aunque se puedan perpetrar

En los juicios de Nuremberg, los letrados de los jerarcas nazis, incluidos los jurídico-militares estadounidenses, alegaron que en 1925 la eugenesia, la esterilización forzosa de mujeres, formaba parte del cuerpo legal del Estado de California. Americanos e ingleses albergaron serias dudas sobre ahorcar al doctor Rossenberg, bárbaro teórico del higienisimo social, porque interpretando a su manera el darwinismo, los anglosajones habían desarrollado la eugenesia como pseudociencia progresista. Los horrores expandidos por la esvástica sirvieron para cubrir con una manta los espantos de una civilización occidental culpable. Desde 1929 y hasta 1976, fundaciones como la Carnegie o la Rockefeller financiaban generosamente esterilizaciones masivas y no consentidas en mujeres negras, enfermas, pobres, alcohólicas o con taras ciertas o posibles en su descendencia.

El villano de Graham Bell, que robó la patente del teléfono a un inmigrante italiano, patrocinaba cotolengos para sordos, acaso para deshacerse de su madre, que lo era. La degeneración del darwinismo iniciada en 1865 por sir Francis Galton, primo hermano oportunista del gran naturalista, no fue cosa de charlatanes nazis, aunque se sirvieron de la ideologización evolucionista, sino de las clases privilegiadas, y Winston Churchill, Bernard Shaw o Thomas Mann fueron clamorosos partidarios de las políticas de selección racial. La eugenesia no acabó con la derrota alemana del siglo pasado; bajo la Presidencia de Fujimori se esterilizaron en Perú miles de mujeres aymaras y quechuas con financiación de ONG y espeso silencio del feminismo ultramontano.

El desarrollo del diagnóstico prenatal plantea el dilema de la destrucción de fetos malformados. ¿Dónde colocamos la línea roja? ¿En que tenga seis dedos o esté naciendo ciego? ¿Puede el genetismo prever y desechar a un Sthepen Hawking? El capitán del «Beagle», Fitz Roy, estricto cristiano, cometió el pecado nefando de degollarse con la navaja de afeitar, incapaz de aceptar la selección y la mejora voluntaristas de la especie humana. La desdicha del aborto no es que tienda a convertirse en otro medio anticonceptivo, sino que acabe en higiene racial seleccionando los mejores productos. Las placentas, ya se sabe, terminan en las factorías de cosméticos para perfeccionar el cutis de las damas. Claro que el aborto es un drama social y personal, pero también puede ser la perversión de una adquisición por catálogo, suprimiendo el azar de la naturaleza y la ruleta rusa genética. Un elitista banco de semen danés ofrece espermatozoos procedentes de machos de potente cociente intelectual, complexión atlética, altos, rubios y de ojos claros. La manipulación genética, la fecundación «in vitro» y la información prenatal, conjuntadas, abocan a Saturno devorando a sus hijos.

En el debate que se nos avecina, la izquierda y el simple progresismo biempensante no van a hablar de la eugenesia. Beatriz Talegón, líder espiritual de la internacional de Juventudes Internacionales Socialistas, ya ha bajado el listón intelectual invitando a las diputadas del PP a votar «como mujeres». Se supone que no van a votar como gráciles gacelas, pero ya se sabe que en el socialismo español sólo flota el analfabetismo funcional. También podía haberlas incitado a sufragar con las trompas de Falopio (hay sesudos varones que votan con las gónadas), porque pareciera que hombres y mujeres perteneciéramos a especies distintas, no bastándonos con la compleja separación de géneros. La neurociencia ha demostrado hace tiempo que los cerebros femenino y masculino alcanzan las mismas conclusiones por distintas redes de interconexión neuronal, y que apelar a la femineidad es una cursilería de adolescentes enamoradizos. El reduccionismo del derecho a decidir de las mujeres tiene la misma densidad intelectual que el derecho a decidir que arguyen los secesionistas catalanes.

Aunque en Esparta ya practicaran la eugenesia, la civilización occidental desde Grecia (pese a Platón), y hasta Sumeria, se basa en que hay cosas que no se deben hacer aunque se puedan perpetrar. El aborto no es un derecho: es una casuística; y un varón no puede pedir que le amputen un brazo a menos que le roa la gangrena. Un médico de urgencias atendía a una menor arrasada en lágrimas pidiendo un abortivo. Tras examinarla detenidamente le anunció que se encontraba en perfecto estado de salud. «¿Y si quedo embarazada?». «Señorita: el embarazo no es ninguna enfermedad».

«¡La eugenesia, estúpidos!»

Desde que a finales del siglo XIX un médico austrohúngaro acabó con la mortandad de la fiebre puerperal lavando los paritorios, una legión de ginecólogos, químicos, biólogos (casi todos masculinos) dieron libertad sexual a la mujer hasta el extremo de erradicar el embarazo no deseado; al menos en las sociedades occidentales y prósperas. Era inevitable que regresara la vieja dama de la eugenesia con su herrumbrosa guadaña. De entre «El azar y la necesidad», de Jacques Monod, a la libre opción más interesada y egoísta.

Bill Clinton le tiró un libro a la cabeza a un asesor que filosofaba, recordándole: «¡La economía, estúpido!». Cuando en el Congreso se empiece a discursear de derechos de género, Ruiz-Gallardón podría replicar: «¡La eugenesia, estúpidos!». Si no se contempla el aborto en clave moral (que no religiosa) acabaremos ideologizando la siniestra higiene social y descolgando al doctor Rossemberg de su horca.