La columna de Carla de la Lá

El mito de la independencia

Para qué aguantar a los otros, sus caras de congrio, sus formas imperfectas y sus maneras aún más imperfectas, sus olores, sus manías, sus ridículas ideas, para qué discutir si podemos estar solos

La columna de Carla de Lá
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¿Es la libertad tan positiva y tan rentable? Lo que está claro es que la comunidad tiene un precio evidente a corto plazo. Para vivir en comunidad hay que sacrificarse.

Y cómo no va a ser difícil convivir con otros seres humanos, con sus demandas afectivas, con sus manipulaciones más o menos inteligentes, con sus migas de pan y sus pastas de dientes estrujadas.

Se acabó. La comunidad es un petardo. Para qué aguantar a los otros, sus caras de congrio, sus formas imperfectas y sus maneras aún más imperfectas, sus olores, sus manías, sus ridículas ideas, para qué discutir si podemos estar solos. ¡El buey sólo bien se lame!

Al fin y al cabo tenemos las redes sociales para divertirnos y tinder para satisfacernos, ¿no? Y no lo digo yo, que Jean-Paul Sartre ya pronunció hace mucho su famoso: El infierno son los otros. Y llevaba más razón que un santo porque los otros son un pedazo de infierno.

El nuevo escenario en España (y en el mundo que conocemos) nos insta desde distintos e inconexos flancos del pensamiento, como el feminismo radical y el nacionalismo, a separarnos del concepto de comunidad en favor del criterio de independencia.

La autonomía está de moda, como si fuera moderna, cuando verdaderamente es regresivo, como si volviéramos a 1968, al crack del 29 o si me apuran a 1898.

La gente ya no ejercita la paciencia, ni la espera ni desea la permanencia en una tierra, ni en un trabajo, ni con determinadas personas ni de una sola manera.

La sociedad de hoy, lo veo en mis hijos, busca la recompensa inmediata y el cambio, donde la costumbre y el valor de las cosas de siempre ha sido sustituido de un zarpazo por la rapidez del usar y tirar, el cortoplacismo como religión y la intercambiabilidad en todos los ámbitos de la vida.

El individualismo es lo que pita y campa a sus anchas entre nosotros, donde tenemos la idea de los derechos hipertrofiada pero la de los deberes enquistada.

Hace no mucho saltaba la noticia del divorcio de Miley Cyrus y Liam Hemsworth meses después de casarse. No crean, amigos, que me sorprende un divorcio ni mucho menos que me escandaliza. Lo que me puso los ojos como platos voladores fue un detalle que pasó inadvertido en los medios que analizaban el des-enlace de la famosa pareja: los motivos que alegaron en el comunicado de su ruptura.

Miley Cyrus y Liam Hemsworth han puesto fin a su matrimonio para así “poder centrarse en ellos mismos”.

Cen-trar-se en ellos mis-mos.

Vivimos en la malsana cultura del mirarse el ombligo. Mirárselo fijamente durante todo el día y parte de la noche para levantarse y continuar mirándolo por la mañana, no vaya a ser que se haya desplazado y lo tengamos a la espalda y ya no podamos seguir contemplándolo sin cambiarnos la cabeza de sitio. ¿Y por qué no?

Para compartir una vida y sus estresores correspondientes en comunidad, ya sea la casa de Gran Hermano o el Congreso hace falta elevarse a cada instante. Y aquí es donde me opongo en rotundo a la resultona cita de Sartre. Porque las comunidades hacen mejores personas a medio y largo plazo y por lo tanto sociedades más sanas y naciones más dichosas.

Para vivir en comunidad, ya sea familia, tribu, oficina, grupo de whasapp o país, es obligatorio limar asperezas, ceder, contemporizar, tolerar, perdonar y mejorar.

Cuando vivimos en un grupo no nos queda más remedio que corregir nuestros defectos y enderezarlos porque, a cada instante, nuestras miserias y las de otros, se ponen de manifiesto en la comunidad. En comunidad no queda más remedio que ser menos egoístas y sobreponernos a nuestras personales taras. Por eso las comunidades son una fábrica de individuos maduros afectivamente, responsables, generosos y asertivos.

¿Y qué es la asertividad? (otro de los pasajes de la psicología peor entendidos actualmente, queridos amiguitos). La asertividad no es sinónimo de narcisismo ni de grosería, ni de exigencia ni de avaricia. La asertividad es el arte de hacer valer tus derechos en una comunidad, sea de dos o de setecientos mil, cuando no están siendo representados, y hacerlo con respeto, cariño y sin ofender. Eso que tienen tan automatizado los hijos nacidos en familias numerosas, por ejemplo.

Otro de los beneficios psicológicos de la comunidad es el sentimiento de pertenencia, que en nuestra sociedad egoistona se ha sustituido por una búsqueda desesperada de identidad por parte de los que se sienten solos y descarriados y que se fanatizan con las más superficiales corrientes pseudofilosóficas, catastrofistas y adanistas.

Pero, ¿qué fácil es abandonar, romper la baraja y mandarlo todo al garete cuando uno no encaja, cuando alguien roza nuestro fragilísimo ego, cuando se nos cuestiona o no estamos cómodos?

Personalmente, me hicieron adulta mi marido y mis hijos y ellos mismos me educaron. La maternidad podría ser perfectamente catalogada como un martirio inquisitorial, pero entonces, te devuelve una mirada absolutamente mágica... A mí los niños me hicieron crecer, madurar y ser compasiva. Me pregunto si yo les habré enseñado algo a ellos.

Así que ya lo saben, amigos lectores, pónganse un abrigo bonito y un sombrero, salgan a la calle, hagan amigos, estrechen sus relaciones, échense novia, tengan descendencia, entréguense, pertenezcan. La comunidad les pondrá en su sitio, les ajustará el narcisismo y la medicación.