La columna de Carla de la Lá
Las cosas más locas que hice confinada
Decía Tennessee Williams que una serena desesperación podría aplicarse para describir la mayoría de las existencias humanas.
Una noche de esas paranoicas anteriores a la fase 1, caminaba por una oscura calle con mis dos perritos, en cierto modo atenazada por las preocupaciones cuando comencé a escuchar un rumor freso y acuático como bálsamo para mi espíritu.
No demasiado lejos, de entre el cemento estéril de Chamberí, brotaba nítido el murmullo de una fuente derramándose con generosidad. Mi corazón se llenó de alegría y paz y por un momento me sentí aliviada, libre, como si en vez de tener en frente el brazo inerte de la Castellana me encontrara a las puertas de Al Andalus, atemperada por deliciosas esencias y perfumes. Entonces escuché el surtidor aún más cerca, me giré para contemplar el sagrado manantial y adorarlo, pero era un tipo sujetándose la minga como un bombero y regando en todas las direcciones de la acera por donde yo transitaba, un torrente inagotable de hirvientes y fétidos orines.
Decía Tennessee Williams que una serena desesperación podría aplicarse para describir la mayoría de las existencias humanas y yo no he parado de acordarme (sonrisa cínica), últimamente.
Todavía es pronto para valorar la apisonadora del Covid*, pero lo queramos o no, incluso los que no hemos lamentado la pérdida de allegados, o los que no hemos tenido problemas de salud, salimos de esto algo alterados, por momentos insomnes, confusos, disfóricos y a veces, desquiciados.
Es comprensible, esta pandemia nos ha dejado claro que vivíamos en una falsa ensoñación de control y que, como dice mi admirada Lidia Martin, el dichoso flow (fluir) no es una solución válida ni un recurso útil en un momento en el que todos necesitamos asirnos a lo inalterable, y que lo del “Todo saldrá bien” es una soberana memez tan naif como los que se lo creen.
Pero hoy, sin tiempo ni perspectiva para extraer conclusiones científicas ni históricas acerca de nuestra reclusión primaveral, les voy a contar algunas de las cosas más raras que he hecho confinada, a ver si ustedes se identifican y gracias a mi impudicia, por todos conocida, se sienten menos locos:
Beber por videoconferencia: como en casi todas las familias, en la mía instituimos la quedada de los viernes por zoom con diabólicos resultados. Independientemente del placer de ver a la familia y compartir nuestras angustias y altibajos acabé escapando de la fiesta familiar porque las dificultades técnicas de video y audio, sumadas a lo que ya traíamos encima me producía tal ansiedad que me bebía una botella de vino yo sola y me fumaba un paquete de lo que fuera. Soy materialmente incapaz de mantener la dignidad den una videoconferencia alcohólica.
Comprarme una barra de ballet: antes del confinamiento tanto mi hija Inés como yo practicábamos clásico en la International Ballet School. Al cerrarse, con las mejores intenciones echamos mano de Amazon para comprar una barra y continuar en casa. Me imaginaba sola, realizando inmaculados arabesques al ritmo de Chopin, pero creo que la utilizamos cuatro veces. El ballet es un arte y no un deporte, y conlleva todo un ritual, estilismo, música y atrezo, pero sobre todo tranquilidad de espíritu. En su lugar, desempolvé mi vieja bicicleta estática, y la puse en medio del salón desde donde llegué a beber cerveza y fumar sin parar de pedalear mientras veía a Pedro Sánchez comparecer. Por descontado pasé horas viendo videos de ejercicios en pinterest que jamás realicé.
Tomar decisiones: al igual que Elis Regina que cantaba bossa nova como si quisiera salir volando, toda ella swing, elegancia y extrañeza, “Eu quero uma casa no campo, Meus discos e livros e nada mais…”. Estos meses encerrada en un piso céntrico he descubierto que quiero vivir en el campo, “y ver a las ovejas y las cabras pastando solemnes en mi jardín”, algo sencillo, silencioso, eremita, rústico, rodeada de árboles, vacas y cerdos ¡Hacer chorizos!
Maquina recicladora: a las dos semanas de vivir encerrados comencé a experimentar una fiebre limpiadora y organizadora similar a la que describen los libros de las mujeres a punto de dar a luz, el síndrome del nido. Por supuesto me dio por cocinar y limpiar, pero llegué incluso a verme totalmente poseída por un impulso fanático ecologista al que no podía sustraerme y donde solo pensaba en reparar, reutilizar y reciclar. Adquirí un basurero más grande que mi casa con numerosos compartimentos y convertí a mi familia y sus desperdicios en una auténtica factoría de clasificación y evacuación de detritus.
Pudin de pan duro: mi fiebre recicladora no sólo nos ha dado trabajo, también nos hizo disfrutar de algunos platos y postres muy de posguerra como el famosos pudin de pan duro que alguna vez vi en mi casa y no quise ni acercarme, porque objetivamente no está bueno y encima engorda muchísimo. Lo hice en varias ocasiones, y aún conservo algunos mendrugos en el cajón de la cocina esperando su destino.
Chino Mandarín: por si mi vida no fuera lo suficientemente dramática mi hiperactividad me llevó a adquirir un curso online de chino (Cambridge Institute) para principiantes. El curso promete que aprenderé más de 300 caracteres con su transcripción fonética y ahora me paso las noches escuchando audios en chino grabados por mis pacientes profesores para lograr una correcta pronunciación. ¡Es el momento más relajante del día!
No tener ningún miedo: confieso que nunca he tenido ninguna clase de “sentido del coronavirus”; ni en los peores momentos he temido contagiarme ni yo ni ninguno de los miembros de mi familia. Los médicos que conozco me decían, “Carla, solo los tontos no temen al coronavirus”, y yo asentía con cierta vergüenza para luego desdeñar cualquier clase de medida preventiva. Desde lo cognitivo, sé que ha ocurrido, pero desde lo emocional todavía hoy después de miles de muertos, en medio de la ruina económica de un país entero, algo dentro de mí me dice que todo ha sido un sueño o una gran conspiración y cuando veo a amigos míos enmascarillados hasta las cachas, pienso que están loquísimos. Tengo que hacérmelo mirar.
*Sobre gustos hay mucho escrito, lo que ocurre es que hay poco leído, se llama Estética (y no es lo de la manicura permanente). Lo aclaro porque la RAE (que afortunadamente no es Dios) recomienda decir LA Covid lo cual objetivamente es feo y digno de la más viva desobediencia civil, igual que el saludito con el codo.
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