Lucas Haurie

Moralina en vez de oposición

La Razón
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Ponía un amigo en la taberna, muy tarde ya, objeciones éticas a cierto dirigente futbolístico a pesar de sus logros deportivos: «Es que el tío es cocainómano, putero...» E interrumpió fulgurante un contertulio, con el desenfado y la libertad propios de la madrugada honda: «Todavía no has dicho nada malo de él». Antes de que se extendiese la epidemia de la corrección política que convertirá a España en territorio yermo de placeres donde mujeres empoderadas y hombres blandengues (¡viva El Fary!) nos vigilan a todos con severidad de monja septuagenaria, los meridionales blasonábamos de nuestra permisividad con los vicios privados de nuestros personajes públicos, con egregios ejemplos como el bígamo François Mitterand o los embravecidos Silvio Berlusconi y Juan Carlos de Borbón, santísima trinidad de «latin lovers» de la alta política. Pero, ay, he aquí la degeneración que no cesa. La moralina es el último refugio de los mediocres, como dicta el ejemplo canónico de Adolf Hitler, abstemio y casto personaje al que por suerte derrotaron el sátiro Stalin, el dipsómano Churchill y el ocultista Roosevelt. Al sempiterno gobierno de la Junta, una recua de cleptómanos que saquea minuciosamente el erario desde hace cuarenta años, lo pretenden sacudir ahora por un cargo de una Visa en un bar de valientes, igual que hace unos meses la emprendieron con Guerrero, fino catador de destilados, y reventaron a su chófer por meterse unos tiritos de farlopa. He aquí una bonita manera de errar el tiro: se escudriña en la basura en busca de un pecadillo venial, y el asunto quedará resuelto con un cese de tercera división, mientras el régimen refuerza sus lazos de sangre con las cínicas bisagras. A ver si a estas alturas se va a escandalizar Juan Marín por habérsele ido a alguien una juerga de las manos.