Teatro

Badajoz

Rafael Álvarez, «El Brujo», morcillas deslumbrantes

Actor patológico, es todos los personajes a un tiempo: lleva 5 días en el mismo teatro, entre héroes homéricos, cantaores avinagrados y evangelistas

Rafael Álvarez, «El Brujo», morcillas deslumbrantes
Rafael Álvarez, «El Brujo», morcillas deslumbranteslarazon

Hace años, «El Brujo» abroncó a servidor por llegar cinco minutos tarde a su función del teatro Infanta Isabel madrileño. A él, de pie, le refulgía la cabellera blanca, iluminado con una vela sobre una pequeña mesa camilla. Utilizó el retraso de un espectador para incluirlo en sus entretenidas improvisaciones y le conminó: «Éstas no son horas. Ahora tú me contarás que el tráfico, la lluvia y Gallardón, pero lo que has conseguido es fastidiarme a mí y a estos señores». El público pagó la ocurrencia –son tantas– con una carcajada y la función continuó como si tal cosa, por ejemplo, con el encomio que Quevedo dedica al ojo del culo, uno de sus clásicos. En Barcelona, en otra función, se encontró que el patio de butacas eran sólo dos espectadores. Los sentó en el sitio más principal y actuó para ellos como si estuviera ante dos emperadores romanos. Esta vis traviesa e inclusiva del público en la escena la lleva el actor desde sus tiempos de monaguillo en un pueblo andaluz: siendo niño ya tenía, por encima del poder jerárquico del cura, el poder de la campanilla en la mano. Jugaba en las misas a arrodillar y a levantar a las feligresas de vestidos negros, juanetes y reumas. Toque de campanilla, arriba; toque de campanilla, de rodillas; ¡más rápido! Toque de campanilla, arriba; toque de campanilla, de rodillas. Es un actor marcado por la Pensión Córdoba, el establecimiento que regentaba su familia en Torredonjimeno. Allí había un gato que entonaba flamenco, un astrólogo impreciso, un mapa de España sobre la mesa y su padre repitiendo un cante inconcluso: «A la mujer que más quería, la vida se le acababa...». Este trasiego de gentes y pareceres, el ir y venir de los viajantes y los huéspedes fijos es una costumbre de su forma de interpretar el oficio de actor. Creemos que quiere mantener, en una exhibición de memoria prodigiosa, a todos sus personajes con él, no enterrarlos en los éxitos o en los fracasos del pasado. Interpreta al juglar, al cómico, al cantaor amargado de Quiñones, al aedo homérico y da voz a las mujeres de la dramaturgia de Shakespeare. Es un aluvión que hoy domingo cumplirá cinco días de pertinaz actuación, con cinco obras distintas, en el Teatro Lope de Vega de Sevilla. Desde el miércoles, y a taquilla, ha congregado a su parroquia. «A ustedes ya los vi yo ayer. Les voy a tener que hacer un descuento», les dijo a un matrimonio cuando se acercaba el viernes al escenario.

«Vendremos hasta el domingo y estamos pensando en traernos la cena», le contestó el hombre. «¡Qué sea jamón!», concluyó «El Brujo», antes de mezclar a las ninfas con las «top models», a la democracia arcaica con Merkel («Todo se pagará. Ya lo cobrará su nieto. No se preocupe») y a Poseidón con las fotos que se hacen con los teléfonos móviles de última generación. «El Brujo» se anda por las ramas pero, luego, siempre acaba llegando al tronco. «Me he perdido, ya no sé por dónde iba...» y el público quiere que siga por ahí, improvisando, metiendo morcillas a Homero, quien, según él, era ciego de doble condición: de ceguera mitológica, «veía más allá», y de ceguera alcohólica, «bebía más que Sabina». Entre risas y polifemos, el bufón ha vuelto a desarmar a los espectadores, y, en ese clímax, incluye discursos reveladores contra el nacionalismo y las ataduras colectivas: «No existe el destino colectivo. Todos los hombres nacen con el regalo de tener un destino individual. Los nacionalistas son individuos que no pueden soportar la libertad de elección y entonces ven a otros que están igual de perdidos y los invitan a unirse a este desconcierto, pensando que siendo más a lo mejor se aclaran y acaban sabiendo dónde van. Siguen sin saberlo». «El Brujo» vaga en una búsqueda incansable de nuevos teatros y provincias donde cantar las canciones y recitar los versos. Es el Giacometti de la escena. Aquél se llevó el

FICHA DE CONTEXTO

El texto de arriba es un batiburrillo de recuerdos de distintas representaciones embrujadas. Hay ramalazos de «El Testigo» –texto flamenco representado en el Teatro Central hace algo más de dos años–, de «Una noche con el Brujo» –su obra de improvisación, recuerdos y versos clásicos revisitada la pasada temporada en el Teatro Quintero–o de «El evangelio según San Juan» –estrenada en Casas de Reina (Badajoz), en el verano de 2009, sobre las ruinas de un teatro romano–. En aquella puesta en escena, alumbrada por unos generadores eléctricos, se fue la luz durante casi una hora y el actor, a oscuras, la emprendió cáusticamente contra los políticos allí presentes. Aquello fue una sucesión de morcillas teatrales, salpicadas con humoradas como «lo normal es que me digan '¡qué no se oye!' Esta queja debería ser sólo una cuestión individual porque a lo mejor es el espectador que se queja el que tiene problemas particulares de oído. Pero no, se grita '¡qué no se oye!', en general, echándome la culpa a mí. Aquí ya es que ni se ve y de esto tiene la culpa el de la electricidad».