Literatura

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La gran mentira de la literatura

L:os mentirosos son los reyes de la literatura y en la era de la posverdad, muestran que la dictadura de la verdad está llegando de una vez a su fin

Pinocho, el personaje mítico de Carlo Collodi, es el epítome de todo lo malo que te puede pasar por decir mentiras
Pinocho, el personaje mítico de Carlo Collodi, es el epítome de todo lo malo que te puede pasar por decir mentiraslarazon

L:os mentirosos son los reyes de la literatura y en la era de la posverdad, muestran que la dictadura de la verdad está llegando de una vez a su fin.

Cuando un hombre o una mujer afirman que: «¡te estoy diciendo la verdad!», hay mucho más que dos posibilidades ante esta firmación. Primero, claro, puede ser que el hombre o la mujer digan, en fecto,la verdad. Segundo, es obvio, puede que mientan como bellacos y sea falsa la afirmación que estén diciendo la verdad. Porque siempre hay una tercera posibilidad que la mayoría de las veces se olvida, que no importe en absoluto si es verdad o mentira, que sea por completo indiferente, por lo que no tenga valor alguno si mienten o dicen la verdad. Y ESE ES EL DRAMA.

«¡Te estoy diciendo la verdad!», lloraba Mickey el Rojo, cogiéndole la mano con delicadeza a Roque el Zarpazos, rogándole por favor que le creyera. Aquí vemos como Mickey está en una encrucijada. Afirma que lo que está diciendo es verdad y lo enfatiza, porque necesita reafirmar que lo es. Esto hace que si lo que ha dicho, sea lo que sea, es falso, haya mentido dos veces o ha rementido vilmente. Roque el Zarpazos lo ha escuchado y será él quien decida si es verdad o mentira, pues no hay posibilidad de certificarlo de otra forma. «Te estoy diciendo la verdad», repite Mickey el Rojo, «la avena es lo mejor para la espalda». Roque el Zarpazos mató a Mickey el Rojo no porque lo mintiese, sino porque no era importante, era una redundancia, una pesadez, una falta que hace la vida más difícil. Y aquí es donde la mentira sí triunfa.

Vivimos, según ha quedado establecido por vete tú a saber quién, en la era de la posverdad, lo que parece el fin del mundo. Oh, Dios, no podremos saber nada con certeza, estamos al capricho de boatos manipuladores que nos engañarán a voluntad, pero en realidad sólo es la certificación de que la verdad y la mentira ya no son valores únicos e imperativos para juzgar la importancia de un hecho o de una realidad. Hay más valores a tener en cuenta, y esto, en realidad, es maravilloso. La ficción está a un paso de ser tan importante como la realidad misma, o lo que es lo mismo, la estética está a punto de ser la gravedad ética de todas las cosas y eso es un milagro.

Vivimos, por tanto, en la era de lo posible, no de lo real. Esto no quiere decir que ya no exista la verdad, los hechos, la certificación empírica. Quiere decir que ya no hay una dictadura que asegura que toda verdad es absoluta, sino que toda verdad es una verdad aproximativa y por tanto refutable. Esto, sobre todo, quiere decir que la verdad, tan denostada ahora, tan poco relevante, volverá a coger su gran significación al estar limitada a lo que puede probar, no a lo que le gustaría probar. Personajes como Trump sólo pueden vivir en sociedades donde existe esa dictadura de la verdad.

Porque entre la verdad y la mentira está la posibilidad, y ese es el terreno de la ficción. Sólo hay que ver los grandes mentirosos de la historia de la literatura para ver hasta qué punto los escritores han proyectado todas sus frustraciones y rabias en estos personajes, convirtiéndoles en héroes, no en antihéroes, en rebeldes en busca de realidades mayores. Los escritores son los únicos que llevan 3.000 años luchando contra la dictadura de la verdad y ahora por fin parece que se acerca su gran victoria.

Empecemos, por ejemplo, por Mark Twain, y su pequeño ensayo «En la decadencia del arte de mentir». El escritor, por supuesto, se apoya en su gigante ironía para hablar de la necesidad de jugar con la ficción para encontrar soluciones estéticas y reales a la fealdad de un mundo a la deriva. «Mentir es un dulce y amante arte que debería ser cultivado. Es, entre otras cosas, la perfección más alta de la educación es la mentira, de la que crece toda la gracia y la caridad». No está mal. Esto no quiere decir que invite a todo el mundo a mentir como cosacos. «Si cuentas la verdad, no tienes que acordarte de nada», comenta, y tiene razón.

El problema es que mucho creen la existencia de una verdad absoluta de la que partimos todos y a la que tenemos que volver. Alguien como Friedrich Nietzche, que llegó a afirmar que Dios ha muerto, seguía creyendo en esa verdad absoluta. «No estoy enfadado porque me hayas mentido, sino porque a partir de ahora ya no podré creerte», aseguraba, dando carácter determinista a cada acción como si creyese en el pecado original y en sufrir por culpa de esa verdad absoluta que nos acoge y determina a todos. Claro que también tenía sus momentos. «Los visionarios se mienten a sí mismos, los mentirosos a los demás», decía. Y tenía toda la razón. Lo que no decía es que los mentirosos eran mucho mejores que los visionarios.

Uno de esos héroes en que los que los escritores proyectan sus ansias de rebeldía contra la dictadura de la verdad es el gran Holden Caufield. «Soy el mentiroso más terrorífico que hayas visto en toda tu vida. Si estoy de camino a una tienda a comprar una revista, y alguien me pregunta dónde voy, soy tan mentiroso que dirá que voy a la ópera. Es terrible, no puedo evitarlo», asegura el protagonista de «El guardían entre el centeno», de J. D. Salinger.

Hay mentirosos de todos los tipos en la historia de la literatura y prefiguran un mapa moral de la mentira. Tenemos a Yago, por ejemplo, que volverá loco de celos a Othello y acabará con su vida sólo a partir de sus mentiras. Pero luego está alguien como Darcy en «Orgullo y prejuicio» que miente por omisión para no parecer que quiere ganar el afecto de su amada con sus actor, lo que podría quitar todo el valor a su acción por ser demasiado interesado. Es curioso que siga siendo interesado igualmente, pero al menos al no presumir de ello conserve cierta dignidad.

Libros como «Todos los hombres son mentirosos», de Alberto Manguel, demuestran como la verdad es un juego artístico y azaroso, aquí utilizado para buscar de quién era realmente el escritor Alberto Bevilacqua. ¿Quién era? Exactamente quien las personas que lo conocieron querían que fuese, ni más ni menos. No hay verdad, no hay mentira, hay posibilidad, hay poesía.

Los ejemplos, a partir de aquí, son infinitos. Tenemos a John Self, el disparatado personaje principal de «Dinero», de Martin Amis; o Iris Chase, la viejecita terrible de «El asesino ciego», de Margaret Atwood; por no hablar de Tom Ripley, el embaucador asesino de Patricia Highsmith o esa maravillosa tragicomedia que es «La verdad y otras mentiras», de Sasha Arango. «Una sola mentira destruye íntegramente una reputación», señalaba Baltasar Gracián. Lo que no decía es que una sola mentira también cimienta una reputación, que no importa la verdad o la mentira, sino la posibilidad, el interés, la fascinación, la provocación estética, la maravilla y todo lo demás. La dictadura de la verdad tiene los días contados.