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Psiquiatria
El brillo que hace daño: Una mirada humana desde el conocimiento científico de la alta capacidad
Tradicionalmente, las altas capacidades se han valorado como el resultado elevado en una prueba psicométrica —habitualmente referida al cociente intelectual— y/o por un rendimiento académico significativamente superior al promedio. Sin embargo, desde los años 70, el avance en el estudio del desarrollo cognitivo y su influencia en otras áreas del ser humano —como la emocional, la social o la conductual— ha favorecido una visión más integral de la alta capacidad. Este nuevo enfoque se aleja de una categorización única y concreta, y avanza hacia una concepción más amplia, dimensional y diversa.

No obstante, pese a este cambio progresivo en el conocimiento y comprensión del fenómeno, en ningún momento las altas capacidades han sido consideradas un trastorno en las clasificaciones de enfermedades mentales, ni en los manuales americanos (DSM) ni en los europeos (CIE).
La alta capacidad no es una disfunción ni una patología. Es, más bien, una forma ampliada de percibir y procesar la realidad: una riqueza perceptual que hace que no todo valga igual, porque lo que se ve tiene matices distintos que solo algunos pueden captar. Es también una profundidad lógica y verbal que obliga a explicarse con precisión, porque si no se nombra exactamente, no se transmite aquello que se desea comunicar. Y muchas veces, lo que uno quiere expresar no puede ser anticipado ni representado por los demás, simplemente porque no alcanzan a verlo.
La vivencia interna
Estos niños lidian constantemente con la frustración, se debaten entre su necesidad de describir con precisión aquello que piensan y observan, y el deseo genuino —todavía inocente— de contagiar su entusiasmo a los demás. Aún creen que es posible compartir su forma intensa y rica de experimentar el mundo, y que los otros podrán emocionarse como ellos lo hacen.
Sin embargo, se enfrentan también a la exigencia del entorno: un entorno que valora la rapidez, la concreción y el resultado visible, ese que la mayoría puede alcanzar a través del pensamiento lógico o inductivo… pero considerando solo las variables que la media es capaz de contemplar.
Estos niños perciben mucho más que lo evidente, detectan matices, asociaciones, perspectivas, relaciones entre ideas que los demás simplemente no ven. Y aun así, con una mezcla de esperanza y necesidad, intentan explicarlo, traducirlo, compartirlo.
Se encuentran atrapados entre su obligación natural de expresar lo diferente —porque no hacerlo sería negar lo que son— y la presión de adaptarse a un ritmo y una lógica que no es la suya; entre su impulso de compartir el asombro y la belleza que descubren a cada paso, y la constante demanda de responder como los demás: de forma breve, concreta, funcional.
Y así, en esa tensión diaria entre lo que sienten y lo que el entorno espera de ellos, navegan solos, pero profundamente despiertos.

La lucha invisible
Y esto no solo ocurrirá en la escuela. Le pasará también en la vida diaria, en la vida adulta, en los entornos laborales, familiares, sociales. Y, llegado el momento, sabrá que tiene que adaptarse, sabrá que deberá callar, moderar su entusiasmo, dejar de aportar matices enriquecedores a las ideas que escucha, incluso fingirá desinterés por aquello que, en realidad, ya ha pensado, reflexionado y vislumbrado con claridad.
Pero lo hará conscientemente, no por ignorancia, sino como parte de una estrategia de supervivencia social. Primero para lograr integrarse, para no desentonar, para “formar parte”, después, para poder desarrollar sus ideas en un entorno que no siempre está preparado para recibirlas.
Aceptará seguir los pasos marcados, las burocracias que considera innecesarias, los tiempos que le resultan lentos, los procedimientos que no entiende… y, aun así, intentará no desistir, porque sabe que lo que ve con tanta nitidez vale la pena, porque, aunque el camino sea arduo y más largo de lo que imaginaba, sigue creyendo que puede llegar a materializar eso que visualiza con tanta claridad y que otros aún no alcanzan a ver.
Lo hará desde el conocimiento de su diferencia, desde la consciencia de quién es y de cómo funciona. Y eso, lejos de ser resignación, es su forma de resistencia silenciosa, su forma de persistir sin dejar de ser.
Caminar con conocimiento… o con peso
Sin embargo, la capacidad de desarrollar una estrategia y mantenerse en ella —incluso cuando exige autocontrol emocional— solo puede sostenerse desde la seguridad personal, desde la confianza en uno mismo y, secundariamente, desde la que le da el conocimiento.
Cuando esa base falla, y tan solo le sostiene el conocimiento, el camino se vuelve arduo. Lleno de altibajos, de frustración e insatisfacción, la duda se instala y, entonces, la espera duele, los tiempos se vuelven insoportables, y los logros… ya no se viven como conquistas, sino como el resultado de un proceso forzado. Un proceso que se siguió porque no había otra opción, más que como expresión libre de lo que se soñaba construir.
En lugar de satisfacción, queda el cansancio, en lugar de orgullo, el alivio de haber cumplido, y así, la alta capacidad deja de ser un impulso creador, para convertirse en una carga silenciosa que solo el propio niño, ya joven o adulto, alcanza a entender.
¿Cómo lograr esa seguridad personal?
La seguridad personal nace cuando el niño puede nombrar lo que le pasa, cuando se le ofrece un lenguaje para comprenderse y no se le juzga por sentirse diferente, cuando entiende que no está solo, que no está mal, que hay otros como él.
Y, sobre todo, se fortalece cuando, a lo largo del tiempo, tiene la experiencia real de que su voz cuenta, su mirada aporta y su pensamiento transforma.
Porque entonces, lo que antes era soledad se convierte en identidad y lo que antes era lucha, se convierte en propósito.
¿Cómo lograrlo en un aula que no siempre acompaña?
¿Cómo lograr esto en un aula donde la mayoría de los niños aprenden a otro ritmo, con otra lógica, con una forma distinta —más lineal, más predecible— de entender el mundo?
No pretendo exigirle al sistema educativo que adopte medidas extraordinarias. No busco pedirle a los docentes que cambien su didáctica ni su forma de enseñar. Sé que hacen mucho, sé que el aula es un espacio complejo, y que cada niño merece atención.
Mi único deseo es que conozcan esta realidad, que sepan que existe, que entiendan que, para algunos niños, la alta capacidad no es solo un don, sino también un desafío; que hay quienes sienten más, piensan más, y lo hacen de forma distinta. Y que muchas veces, eso que parece exceso, interrupción o dispersión, es solo una forma intensa de estar en el mundo.
No quiero que cambien lo que hacen, solo que, al ver a uno de estos niños, lo miren con otra clave, con la clave de la posibilidad, que se pregunten si, detrás de esa necesidad de saber más o de explicar más, hay una mente que busca ser entendida.
A veces, con solo saberlo, ya cambia todo.

La importancia de la mirada
A veces basta con no penalizar lo que no es una falta de respeto, sino la forma que el niño ha encontrado para ser escuchado, no es interrupción, es un intento —todavía ingenuo— de cumplir con su deber: el de aportar, el de informar, el de compartir, porque aún cree que a los demás les interesa lo que tiene para decir.
No es distracción, es una lucha por enfocar su pensamiento —tan veloz, tan expansivo— en una única dirección: la del profesor, la de la clase, la del momento presente. No se trata de un desafío ni de una actitud retadora, sino de una creencia firme que defiende con honestidad, aunque a veces esté equivocada. Porque es un niño y los niños todavía están construyendo su comprensión del mundo.
Lo hará mejor con el tiempo. Irá integrando los matices que ahora le faltan para entender las cosas como lo hacen los adultos; pero mientras tanto, le tocará obedecer… Y eso está bien, si lo hace bajo una mirada de aceptación, no de reproche.
Porque la mirada del profesor puede ser el espejo en el que ese niño se vea a sí mismo, puede marcar la diferencia entre sentirse raro o sentirse valioso, entre callar para siempre o atreverse a seguir pensando.
Qué importante es, en realidad, la mirada del adulto sobre un niño.
Lo que para otros es rutina, para él es un acto heroico
Tendrá que seguir las normas, como todos, aunque no las entienda del todo. Tendrá que seguir un orden, incluso cuando le parezca innecesario. Así es el mundo, y aprender a convivir en él también es parte del camino.
Pero no debemos olvidar el esfuerzo que le supone, la lucha interna que implica aceptar sin comprender, actuar desde una lógica que no comparte, contener una idea que aún cree mejor. Porque, a diferencia de otros niños, que simplemente obedecen o rechazan lo que no les gusta, el niño con alta capacidad vive otra realidad mental. Una en la que puede ver posibilidades distintas, caminos más eficientes, soluciones más creativas, y desde ahí, cuestiona no por desobediencia, sino por comprensión profunda.
No se trata de ceder ante él. Ni de cambiar las normas por su causa. Se trata de saber que su cumplimiento es, para él, un acto de esfuerzo real. Y que cuando lo logra, cuando elige alinearse aun creyendo que hay una opción mejor, está haciendo algo extraordinario.
En su mundo, muchas veces, lo fácil es lo difícil, y lo difícil, lo fácil. Por eso, esos actos cotidianos que el sistema premia como obediencia o esfuerzo, en su caso, merecen un reconocimiento aún más especial: porque son actos de contención, de autocontrol, de respeto profundo por una estructura que aún no comprende, pero a la que decide pertenecer.
Y eso, sin duda, también es un signo de su grandeza.
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