Opinión

Felicidad: una forma de no afrontar la realidad

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La felicidad empieza a sucederle como la venda de la Justicia, que está hecha para no mirar el mundo. Antes, era un estado anímico y después un sueño que heredamos de la década de los cincuenta, cuando los deseos del hombre dejaron de ser ambiciones privadas y se convirtieron en un catálogo de electrodomésticos y automóviles. Ahora, la felicidad se ha convertido en una forma de no afrontar la realidad, un asunto que se ha vuelto áspero al gusto. Luis Landero me hablaba un día de la felicidad como de una comunión de cosas sencillas, de una infancia hecha con una pelota trapera y unos céntimos para pagar un café para cinco. El escritor, uno de esos clásicos a los que pocos atienden, se ve que pertenece a esa clase de personas que no siente miedo de la sencillez, lo que sin duda hace de él un estrafalario.

Hoy, la felicidad, en lugar de ser un instante gratificante, da la impresión de estar diseñada para que nadie reparare en los contornos noticiosos, salpicados por guerras ucranianas, crisis energéticas, inflaciones políticas, carestías económicas, anemias éticas, rescoldos de pandemia y otros flagelos que van indicándonos que el mundo que habitamos anda en un trance que no aventura demasiadas esperanzas, como la próxima película de James Cameron.

Aquí nadie quiere darse cuenta de que el horizonte presenta enormes nubarrones a pesar de este solazo/Benidorm que azota esta cornisa sur de Europa que es España. Hay un deseo ilusorio de proseguir viviendo como si no ocurriera nada, sin atender a los avisos que nos alertan de los abismos que se nos vienen encima. Esto da una radiografía exacta del hombre como una criatura sin comedimientos y de escasas provisiones. Aunque, eso sí, cuando sobrevenga el siguiente terremoto, todos llenaremos las despensas de papel higiénico.