Gastronomía
Barlovento, gastronomía cariñosa
Hay barra y de las de categoría, por su dimensión y por la voluntad de constituir epicentro de los aperitivos
Madrid es un destino cosmopolita muy a su aire. Como cualquier capital internacional tiene un trasiego de gentes muy diversas y la hostelería se orquesta en muchas ocasiones con esa convicción. En la ciudad empiezan a desarrollarse espacios muy contemporáneos, conectados con ese mundo del negocio, los tráficos de ideas, y las identidades cruzadas. Incluso en los lugares más palpitantes sobres esa fisonomía, el madrileño no puede olvidar su querencia a algunas esencias muy tradicionales, e incluso al aroma de barrio. En la llamada Zona de las Torres, y dentro de lo que será la gran expansión capitalina de Chamartín, el paisaje puede ser parecido al de otras metrópolis planetarias. Hay igualmente lugar no solo para el comercio de las grandes multinacionales, sino para la restauración y el bendito esparcimiento.
Y entre una pléyade de establecimientos de claro respeto a lo rápido y algunas buenas franquicias, destaca un restaurante de hechuras modernas pero con carácter castizo. Madrid nunca pierde su identidad y Barlovento, que así se denomina la casa, integra perfectamente el diálogo propio del público que conoce muchos aeropuertos con una cocina y servicio que podrían encontrarse en el mejor Chamberí o Barrio de Salamanca. La pretensión de este bar-restaurante, o taberna como gustan señalar sus precursores, descansa que sea sitio de todo día y momento. Lo que ha venido siendo santo y seña de los bares de toda la vida, dado que amalgaman público de toda naturaleza y son la farmacia de guardia o dispensario de las necesidades líquidas o sólidas, o para pasar el rato.
De tal suerte, en Barlovento hay barra y de las de categoría, por su dimensión y por la voluntad de constituir epicentro de los aperitivos y los hoy tan trajinantes tardeos, o el vino o copa despistada del que necesita el solaz y la charla. A ello contribuye también una estupenda selección de montaditos, algunos sorprendentemente bizarros como el de oreja a baja temperatura con salsa brava y cebolla encurtida, además del de estómago de sobrasada con brie, o el de rica carne mechada de pollo y queso ahumado, al que se le pinta con la llamada salsa secreta. También pellizcos chacineros, derivas encurtidas que son ya rito de paso forzoso en cualquier garito actual, caso del matrimonio sin juzgado, el recuerdo gaditano del chicharrón, junto a un más que correcto tataki de vaca madurada.
Para que no haya despistes, la parte central declara que «somos de Madrí ». Y así podemos encontrar soldaditos de pavía, albóndigas de la abuela o rabas crujientes, además de la hoy inevitable ensaladilla rusa, destacando la versión de las patatas bravas a dos temperaturas con la botarga rallada, nuevamente jaleadas con esa salsa marca de la casa. Guiños a la necesidad verde como la ensalada peribérica con queso y pera confitada además de jamón, el aguacate braseado con pesto, o unas sugestivas alcachofas bien al natural, bien con chimichurri, mayonesa al ajo negro y cecina crujiente. Un par de platos de pasta, donde anotamos la ejecutada a la Norma, pueden ser el preámbulo de lo que aquí llaman Candela o juego de la brasa. Sobre la que dan fiesta a la corvina, al salmón o a lo que toque de la lonja, para adentrarse en los bocados cárnicos como el corte sibarita de lomo bajo, la presa o un estimable picantón con mojo de yogur y arroz salvaje.
El entorno de alegría se expande desde la barra a las mesas bien vestidas, y unos ventanales desde los que disfrutar los atardeceres madrileños. En sus escasas fechas de vida, el servicio también puntúa y hay suficientes atractivos enopáticos para que los curiosos puedan encontrar respuestas, desde los generosos a la buena selección de espumosos. Y aunque parezca mentira por lo contado, hay justiprecio y posibilidad de ser lugar de muchos días y buen recuerdo. Para muchos públicos y sonrisas prodigadas.