Historia

Elna, una ciudad española hasta 1659 (I)

Fue a partir de aquel año cuando este municipio del Rosellón pasó a la Corona francesa

Vista general del municipio de Elna, situado en los Pirineos Occidentales
Vista general del municipio de Elna, situado en los Pirineos OccidentalesLRM

Por casualidades del destino, voy a volver escribir sobre Elna. Lo de ser historiador tiene esas cosas: que cualquier cosa te transporta al pasado como sin quererlo.

Elna es algo más que un topónimo de cuatro letras. Elna es un antiquísimo enclave llamado Iriberri o Iliberri, según fuera en vascuence o en latín, que quiere decir Villanueva. Andando el tiempo pasó a denominarse Castrum Helenae, en honor de la madre del emperador Constantino I y por las reglas lingüísticas de la evolución, acabó siendo Elna.

Está situada en la región francesa de Occitania, en el Departamento de los Pirineos Orientales, muy cerca de Perpiñán, de cuyo Distrito forma parte. La lengua oficial y única, desde tiempos de Luis XIV, es el francés.

Pero no siempre fue así. Porque Elna, como Perpiñán o Salses o Coliure (a la española) pertenecieron a la Monarquía de España y Casa de Austria hasta 1659, en que por medio del Tratado de los Pirineos, el Rosellón y la Cerdaña pasaron a la Casa de Borbón, a la Corona de Francia. Este desgarro territorial fue uno de los pagos que hubo que hacer para poner fin a la sublevación de Cataluña de 1640 en adelante.

El año 1640 es uno de los más trágicos de nuestra Historia, aunque no tanto como el periodo alrededor de 1936. En 1640 también se sublevó contra Felipe IV Portugal, que optó por ser independiente desde 1653 en adelante. Los vestigios británicos en la costa atlántica portuguesa son muy llamativos, como el oporto que, según tengo entendido, tiene alguna denominación con raíces inglesas.

Elna es una ciudad preciosa con unos 8.000 habitantes, pero que por su proximidad al Pirineo, o su catedral y su magnífico claustro, la hacen peculiar. Hay que ir a Elna, a Coliure al cementerio a pasar un rato con Antonio Machado, o a ver la casa en la que murió y desplazarse a Perpiñán, cuyos vestigios aragoneses, mallorquines y catalanes en general, la hacen muy interesante. Así es esta región: entre el Pirineo y el Mediterráneo, plagada de cultura, gastronomía y todo lo que la puede hacer agradable al visitante.

Me gusta evocar, cuando recuerdo los viajes hechos por el Rosellón, a un personaje del que no me cansaré de escribir (o eso espero) que fue Miguel de Giginta.

Miguel de Giginta (1538-¿1588?) pasó a la historia como canónigo de Elna. Pero sabemos que lo fue porque así firmaba sus escritos. Escritos que, a su vez, iban dirigidos al rey, a su rey, Felipe II.

De él se conservan algunos textos impresos y otros manuscritos que dan vueltas siempre alrededor del mismo problema: cómo solucionar la mendicidad. Si es verdad que ya desde los primeros pensadores sociales del humanismo, Erasmo y sobre todo Juan Luis Vives, se había hecho clara la distinción entre «pobres verdaderos» y «pobres fingidos» y cómo a los unos había que enseñarles un oficio y a los otros mandarlos a galeras (demasiado sintéticas esas palabras; Juan Luis Vives, Tratado del socorro de los pobres), Miguel de Giginta, aún aprovechando tal clasificación, escribirá y escribirá mostrando las causas de la pobreza y cómo enseñarles unos oficios, recluyéndolos en albergues para pobres.

Sus escritos tuvieron fama y gloria en el siglo XVI. Sus ideas recorrieron España, fueron aplaudidas o al menos recogidas por las Cortes de Castilla, y alguno de sus textos, dedicado al Ayuntamiento de Madrid. El canónigo de Elna, acaso dolorido por la pobreza, buscó en el resto de España la ayuda para remediarla. Pensaba que con el «recogimiento» de los pobres, a ellos se les podría instruir. Pero es que, además, era necesaria una concentración de los hospitales para crear uno mayor o general. ¡Tantas obras de caridad de laicos, con unas cuantas camas, o de religiosos, también insuficientes, deberían unirse en uno solo y mayor y con más dotación de medios económicos y humanos! En Madrid, efectivamente, se levantó un Hospital General, que no logró reunir a todos los hospitalillos que había en la ciudad. Y no sólo eso, sino que, además, fue demolido en 1603 porque afeaba la casa de Lerma…

En efecto: si en 1580, en medio de una catastrófica gran gripe o acaso una peste pulmonar se planteó la necesidad de abrir hospitales por toda la ciudad y recibir limosnas de todas las autoridades, reyes, príncipes, consejos reales, ya en 1588 se había producido la «reducción de hospitales» en aquel Hospital General. Y es que para ello habían pasado cosas muy especiales en abril de 1581: «El señor Corregidor dijo que ya a sus señorías de esta villa les es notorio el buen medio que el canónigo Giginta ha propuesto al Consejo y al Reino estando en Cortes junto y en particular en esta villa y otras ciudades de él para que se recoja y reforme los pobres mendigos que son verdaderos y se castigue los que son fingidos y vagabundos». Recoger, reformar, pobres verdaderos, pobres fingidos y castigar.

Por cierto: en 1588 se estimaba que en el hospital General se había «recogido» 900 pobres.

(Continuará)