Opinión

Odios y temores

Obvio repetir las calificaciones y conceptos insultantes vertidos por el recién nombrado Presidente de la Generalitat. Con la boca pequeña tuvo que pedir disculpas el día de su investidura que no pudo borrar un fondo de odio a España y a todo lo que representa. Y no se trata de un advenedizo a la política haciendo méritos. Se trata de una persona con formación intelectual, teóricamente alta, procedente de «Unió» el partido de Duran Lleida que junto a la Convergencia de Pujol, dominaron la vida política –y económica– de Cataluña. Y no ha sido solo él. En sede del Parlament se han escuchado estos días, coincidentes alegatos en los que el odio formaba parte importante del discurso. Parafraseando a un escritor bien conocido en Barcelona, Michael Ignatieff, se ha reivindicado el «honor del guerrero» de padres y abuelos que fueron sojuzgados por España desde 1714 , durante siglos ninguneados, que sirvieron a la benévola Republica del 31 y luego durante el franquismo y la transición, adalides de la lucha eterna por la libertad de su pueblo. A alguno le falló la memoria al no incluir en la amplísima referencia de méritos, pequeñas notas a pie de página como Banca Catalana, el Palau, o el 3%. De estos partidos y de un dirigente que dominó la vida catalana durante décadas, nace la actual clase política. Les había fallado el amplio sistema de mordidas y clientelismo y se arroparon en el odio de su nacionalismo excluyente.

Cuando Ignatieff resumía consternado la cruel guerra de los Balcanes de los noventa, señalaba: «en tres años se había retrocedido los cuatrocientos que separan el final del feudalismo de la aparición de los estados-nación modernos; en tres años había retrocedido la tolerancia y convivencia entre etnias y pueblos». Añadiendo: «nótese el orden causal: primero cae el Estado que está por encima de las partes; luego aparece el miedo; en un segundo momento la paranoia nacionalista y enseguida la guerra». Porque «el nacionalismo crea comunidades del miedo, grupos convencidos de que solo están seguros si se mantienen juntos».

Del odio como semillero de rebelión y del temor, también nos habló Maquiavelo haciendo suya la máxima romana «oderint dum metuant», que el pensador florentino interpreta como «si no puedes ser amado –le dirá al Príncipe en el capítulo XVIII de su conocida obra– debes asegúrate el ser temido». Deja claro que es mejor el concepto dual: ser amado y temido. Pero en caso de colisión debe prevalecer el segundo. «El exceso de clemencia –añade–acarrea muchas veces sufrimiento al pueblo». En versión actual sería lo políticamente correcto, la cesión al chantaje gota a gota, añadiendo «porque los seres humanos son fieles en la abundancia y egoístas en la necesidad; también son perversos y rompen fácilmente los vínculos de gratitud; sin embargo el miedo al castigo nunca les abandona del todo».

Por supuesto la máxima, que puede ser válida políticamente, no es extrapolable a la ética. Me quedo con nuestras Reales Ordenanzas Militares ( Artº 65.) cuando sentencian que «el cabo como jefe más inmediato del soldado se hará querer y respetar de él» precisamente en este orden, contrario al de Maquiavelo.

Me preocupa el momento actual, querido lector. Sé que no podemos llegar a lo mismo, pero hoy estamos más cerca del desastre de Yugoslavia, que hace un año. Para los que vivimos aquello, tenemos claro que fueron minorías nacionalistas las que arrastraron a grandes sectores de su población a la guerra. Aquí no solo las tenemos en Cataluña. En el País Vasco y en Navarra, teóricamente enterradas las hachas, quedan vivas, y bien vivas, las serpientes de parecidos nacionalismos. Por supuesto se llevan bien entre ellos. No hace falta ser un Carod Rovira para entenderlo.

Y una aturdida –¿y cobarde?– Europa, sigue con sus históricas incertidumbres. Las mismas que no supo esgrimir cuando estalló Yugoslavia: «Debo reconocer a Croacia por razones históricas»; «yo a Eslovenia por lengua y cercanía»; «yo a Serbia porque me ha comprado aviones de combate»; «yo necesito una salida al Mediterráneo». Al final, tuvieron que ser otra vez los Estados Unidos, vestidos de bombarderos OTAN, los que cerrasen el conflicto. Y lo cerraron a su manera: dividiendo la empresa en ruinas en varias filiales, a fin de –supuestamente– sanearlas. Igual que en 1918 o en 1945. No hace falta que Rusia intervenga, como insinúa la inteligencia alemana, con sus servicios secretos en elecciones o en animar nacionalismos disolventes: se basta sola Europa, con sus miedos, incapaz de constituirse en potencia sólida, donde no solo prevalezcan libertades y derechos sino también deberes y obligaciones.

Quizás debido a los «baches en mi cadena de ADN», como le dictó su soberbia a Torra, estoy seriamente preocupado.