Opinión

Política del sentimiento

La profusión emocional que, a día de hoy, invade la política está alejándola de ese carácter racional que hace de ella un juego de influencias, un intercambio de intereses, una búsqueda de reciprocidad para dar lugar a la satisfacción de la mayor parte de los ciudadanos. Ya no es así. Ahora lo que priva es el sentimiento: desde el odio africano –ese que heredamos de la confrontación entre Roma y Cartago– hasta la adhesión inquebrantable –que tantos hemos conocido durante el franquismo–. Y, cómo no, está también el amor, que se manifiesta sobre todo en una abstracta identificación con el terruño, con la nación, esa madre que nos da la vida y que también nos la exige y nos la arrebata.

La influencia del nacionalismo es en esto apabullante, como vemos ahora en Cataluña, donde el sentimiento se ha convertido en la fuente del derecho a la independencia. Nos lo desvela también ese populismo invasivo que cada día trae sorpresa, como la de la casa de Iglesias y Montero, adquirida por amor a los mellizos nonnatos de la pareja. Y también ha aparecido recientemente, envuelto en bandera e himno, en los actos de Ciudadanos, como las lágrimas de Marta Sánchez descubren.

La racionalidad en la política está de capa caída. Y lo malo no es sólo que las masas la estén abandonando mientras se echan en brazos de las emociones; lo malo está en que son las elites las que han sucumbido a semejante infortunio. Si no, que se lo digan a Ana Botín, banquera de pro, que esta semana ha descubierto la solución para el problema nacionalista en «volver a enamorar a todos los catalanes del proyecto español». Me pregunto qué opinarían los consejeros del Banco Santander si su presidenta les recomendara resolver la evaluación de riesgos u otros intrincados asuntos del dinero con amor, con mucho amor, de la misma manera en la que Tita –el inolvidable personaje de Laura Esquivel– resolvía sus recetas entre los olores a especias, ajos y cebollas.

Con amor o sin él, el caso es que la política de nuestro tiempo claudica al sentimiento. Ya ocurrió en otras ocasiones en las que los arribistas –esos falsos profetas que apelan a la nostálgica herida que el ignoto pasado deja en todos los hombres porque, quiérase o no, la vida es siempre extravío– se aprestaban a regenerar una sociedad a la que inevitablemente acababan aniquilando. Es lo malo que tienen los totalitarismos, que empiezan con la euforia de la hermandad y acaban en las tapias de los cementerios. Dejémonos, pues, de sentimientos y volvamos a la prosaica y aburrida vulgaridad del raciocinio.