Opinión
Ernesto de Hannover: con él llega el fin de una época
El ingreso esta semana de Ernesto de Hannover en un centro de rehabilitación ha sido un mazazo para el mundo VIP, que todavía se regocijaba con la luna de miel de Meghan y Harry. Inesperado pero previsible, dado su ritmo de vida. Supone un fuerte golpe para lo más alto de las linajudas europeas, que ya estaban hartas de sus crecientes desvaríos. Quizá el más sonado fue su aún no explicada ausencia en la boda de nuestro príncipe heredero. Lo esperaban hasta con tañer de timbales y que no apareciera provocó un desencanto colectivo entre la realeza presente en Madrid. Lo aguardaron en vano y a pesar de conocer sus huidas, casi tropelías, como en este caso, aseguran quienes juraron haberlo visto días antes muy alegre en los regios salones hoteleros de la soleada terraza del Club Náutico de Palma, que siempre acogía la Copa del Rey cual corte estival.
Lo esperaron en vano en Madrid conocedores de que a la hora de la cita catedralicia él andaba perdido y sin ánimo de ornamentar el cortejo casamentero donde era uno de los más distinguidos invitados dada la antigüedad de su dinastía. Todo eran preguntas incluso disparatadas: «Pero, ¿dónde se ha metido tras verlo por la barra del Palace?», repetían bajo la lluvia que les aplacaba y teñía de rojo las faldas femeninas, ánimos y plumerío desconcertados sin llegar a pensar que Hannover iba de auténtico plante a sus aristocráticos compañeros. Recuerdo que no quitaban ojo a Carolina, semi escondida por vergüenza bajo un enorme pamelón muy favorecedor. Aumentaba la intriga. Don Juan Carlos puso cara de circunstancia porque conocía el percal y sus ojos controlaban a Carolina, que dejó de ser princesa de cuento para convertirse en alteza real de una de las más antiguas coronas europeas. Lo pagó caro.
Abuso de posición
«Lo de Ernesto no tiene nombre», criticaban despiadadamente, aunque sabían con qué frecuencia solía escaquearse en eventos y festejos similares. El príncipe más famoso de Alemania abusaba de posición y apellido, que siempre perdonaban lo que algunos benévolos calificaban de «extravagancias» y era en realidad un alcoholismo que ya vencía a su cuerpo tan galán, distinción heredada por sus tres hijos. Primo hermano de Doña Sofía, en Zarzuela hasta justificaron su inesperada desaparición gracias a una intriga digna de Hitchcock. Por los finos y un tanto desfasados modales de Ernesto –que algún año fue huésped marbellero, pero dejó de ir porque se aburría en las fiestas donde destacaba al lado de la baronesa Thyssen y otras habituales de la cita agosteña–, puede decirse que era el último dandi que sobrevivía a un tiempo de castas privilegiadas. Cuando está sereno es todo un elegante caballero prototipo de buena cuna. Luego pierde los papeles por estar alcoholizado y por vivir permanentemente con el páncreas inflamado, males que no le impiden las buenas maneras y el saber estar incluso estando como una cuba. Peligra su vida y su decadente salud pródiga en alucinaciones, situación que ha obligado a que lo internen en una clínica de Bunse. Suena a remedio o a encierro desesperado. Repasando su disipada y disparatada vida, uno imagina lo que debió de pasar Carolina, que, tras superar la muerte de su segundo marido, que vino tras Philippe Junot –también un punto y aparte con reparos–, hace años que se alejó y no quiso saber de quien todavía es su estropeado esposo ante Dios, los hombres y las lenguas viperinas desatadas. Todavía endulzados y relamiéndose por el lucido, modélico y antiquísimo bodón inglés, tan penosa situación ahora ocupa la actualidad con mucho movimiento de cabeza y temiendo por su vida en plena juventud. Ernesto tiene solo 64 años, aunque está envejecido por los excesos, y de eso hablaron sin tapujos cuando lo dejó una Carolina no dispuesta a aguantar más numeritos tal los que placían a Junot. Por muy enamorada que estuviera, se acabó hartando de los caprichos maritales, por distraídos que pareciesen. Junot fue otro que como Ernesto se dejaba caer por Marbella y más de un verano se le vio circunstancialmente con los entonces Reyes de España, ya que su prima procuraba darle ocasiones donde, amparando sus excesos, destacase el pedigrí histórico al que ambos pertenecen.
Si a todo esto añadimos que Isabel Pantoja alquiló hace unos meses el barco de Ernesto de Hannover para navegar con su troupe familiar, no me digan si no sobran motivos de interés, curiosidad y morbo para convertir el trance en lo más sobresaliente a nivel de alturas. Ni de un culebrón, y luego dicen de la revisada «Dinastía» televisiva.
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