Opinión

Poder y legitimación

Desde que los hombres reflexionan sobre política, han oscilado entre dos interpretaciones diametralmente opuestas. Para unos es esencialmente una lucha que permite asegurar a los individuos y grupos que ostentan el poder su dominio sobre la sociedad, al mismo tiempo que la adquisición de ventajas; para otros la política es un esfuerzo para hacer reinar el orden y la justicia, siendo la misión del poder asegurar el bien general. Para los primeros la política sirve para mantener los privilegios de una minoría sobre la mayoría; para los segundos es un medio de realizar la integración de todos los individuos en la comunidad y de crear la “ciudad perfecta” de la que hablaba Aristóteles». Temo que nuestra sociedad perciba la política como lo referido por Maurice Duverger (1) en el primer caso, más que el esfuerzo deseable del segundo.

Quizás sea pronto para reflexionar sobre lo que hemos vivido los últimos días a partir del planteamiento de una moción de censura al Gobierno. Para unos, la variopinta coalición de grupos que derrumbó al Presidente Rajoy les recordaba el Pacto de San Sebastián de 1930, antesala de la Segunda República. Para otros no fue más que la aplicación de unos artículos (113º y 114º) previstos en nuestra Constitución. Hemos recordado estos días la moción de censura que depuso en 1936 a Alcalá Zamora como Presidente de la República y las fallidas de Felipe González contra Adolfo Suárez en 1980 y de Hernández Mancha contra Felipe González en 1987 durante la Transición y la reciente de Pablo Iglesias contra el mismo Rajoy en 2016.

Pero quizás el ejemplo más completo que nos lleve a la reflexión, sea la moción de censura que planteó Helmut Kohl en 1982 en la entonces República Federal Alemana. Es importante porque en este aspecto nuestra Constitución se apoya en la Ley Fundamental germana y la relaciona con el otro tipo de moción: la de confianza, también prevista en nuestra Carta. La diferencia es que la primera es un medio directo y grave de que dispone un Parlamento como sanción política y que obliga a un gobierno a dimitir, cuando la segunda constituye un medio de control singular porque la iniciativa parte del propio gobierno que pretende reforzar su postura, pero en caso de rechazo está obligado a dimitir, arrastrando, en el caso alemán, la posibilidad de disolución de la Cámara –Bundestag– y la convocatoria de elecciones.

Kohl, en una decisión osada que recuerda la actual vivida en España, provocó la moción de censura al tercer gobierno de Helmut Schmitd (1980-1982) debido a la delicada crisis económica que sufría la RFA. Consideró entonces fundamental legitimarse ante las urnas, algo que no podía realizar porque en sus mecanismos constitucionales la moción de censura no conllevaba la disolución del Bundestag. Tuvo que acudir a otro instrumento constitucional –la moción de confianza–, que voluntariamente perdió, proponiendo acto seguido al Presidente Federal la disolución del Parlamento y la convocatoria de elecciones. En marzo de 1983 se celebraban los comicios que ganó con holgura. Se sentía obligado a legitimar ante las urnas su victoria parlamentaria. Y lo hizo. Continuaría en el poder hasta 1998.

El ejemplo sería totalmente extrapolable si nuestra sociedad y nuestras estructuras políticas fuesen semejantes a las alemanas, que no lo son. Muchos hubiéramos preferido el ejemplo de su «Grosse Koalition» para acabar de resolver los graves problemas sociales que nos dejó la crisis económica. En cambio, vivimos tiempos que Bauman definiría como de «inciertas coaliciones líquidas». La estructura de la cámara alta alemana –Bundesrat– es diferente a la de nuestro Senado. No es un órgano electivo, sino formado por miembros de los gobiernos de los dieciséis Lander con tres representantes como mínimo de cada uno de ellos. Quizás con una Cámara de estas características no nos encontraríamos con los problemas de Cataluña o el País Vasco, indiscutibles protagonistas en la grave crisis política que ahora vivimos, en la que públicamente se desprecia a nuestra Constitución e insulta a la Corona y en la que unas minorías imponen su ley a unas mayorías al más puro estilo dictatorial, en el que se siembran odios por encima de construir respetos y convivencias. Baste recordar dos artículos de nuestra Carta Magna: el 2º –indisoluble unidad de la Nación española y solidaridad entre nacionalidades y regiones que la integran– y el 138º –organización territorial– que garantiza el principio de solidaridad, cuando señala: «Las diferencias entre los Estatutos de las distintas comunidades autónomas no podrán implicar en ningún caso privilegios económicos o sociales».

Confucio nos diría hoy al oído: «No son las malas hierbas las que ahogan la buena semilla, sino la negligencia del campesino».

(1) «Introducción a la política». Ariel 1970