Opinión

Huellas migratorias

Cuando aquí no solo discutimos la unidad de España sino su propia identidad e historia, reconforta constatar cómo incluso en Norteamérica se nos respeta y se nos quiere.

Lo han podido comprobar nuestros Reyes en Nueva Orleans o en las Misiones de San Antonio que celebran sus 300 años fundacionales. Por allí anduvieron en los siglos XVI y XVII Álvar Núñez Cabeza de Vaca y Hernando de Soto. La Luisiana, francesa desde 1682, pasó a la corona de Carlos III en 1763 por el Tratado de París compensando la pérdida de La Florida en la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Volvería a Francia a principios del siglo XIX a consecuencia del Tercer Tratado de San Ildefonso. Tras cuarenta años de presencia en un territorio seis veces mayor que la Península Ibérica, que dependía del Capitán General de Cuba y en el que regían las mismas normas sobre esclavitud que en La Habana, no debe extrañarnos que el edificio desde el que habló nuestro Rey Felipe VI se llamase del Cabildo. Allí habían llegado emigrantes canarios que se instalaron en el delta del Misisipi. Tierras difíciles en las que los huracanes, inundaciones y enfermedades son frecuentes, y motivan que sus habitantes gocen alegres de cada instante y hagan de la música un vehículo esencial en sus vidas. Durante este período español Nueva Orleans pasó de 3.500 habitantes a algo más de 50.000.

En paralelo, estos mismos días, más al este, en tierras que descubrieron Ponce de León y Menéndez de Avilés, se conmemoraba el 250 aniversario del desembarco en la entonces llamada Costa de los Mosquitos, de 1.403 colonos en su mayoría procedentes de Menorca, que integraba además a griegos, corsos e italianos. El asentamiento se llamó Nueva Esmirna, en recuerdo a la procedencia de la mujer del promotor Turnbull, según unos historiadores; según otros, porque la Esmirna turca representaba la riqueza a la que acudieron durante siglos navegantes menorquines que importaban trigo de la cuenca del Mar Negro.

En un informe del coronel James Grant gobernador de la Florida Oriental fechado en julio de 1768, señalaba que el desembarco «representó la mayor llegada hasta entonces, de habitantes blancos a América» (1). La Florida y Menorca, por el referido Tratado de París de 1763, habían pasado a depender de la Corona Británica: la península americana por primera vez; la balear menor por segunda, tras un periodo anterior entre Utrech (1713) y la conquista francesa de la Isla durante la Guerra de los Siete Años (1756). No debe extrañar entonces que Londres ofreciese tierras de promisión a sus súbditos a fin de colonizar y asentar sus nuevos territorios. Y para aquellas tierras partieron en ocho barcos los mil y pico emigrantes en una dura travesía de más de tres meses. Seducidos por las promesas de un emprendedor médico escocés, Andrew Turnbull, que intuía una alta rentabilidad de las plantaciones de índigo, pronto se encontraron con la realidad de un clima insano, con enfermedades palúdicas, con caimanes, con las exigencias y maltratos del promotor y la falta de rentabilidad de los cultivos. A los nueve años de dura estancia en Nueva Esmirna, en una considerada primera marcha civil por los derechos y libertades, toda la colonia dirigida por un excepcional sacerdote, Pere Camps, y con el decidido apoyo del obispado de La Habana, se desplazó a San Agustín de la Florida, la primera ciudad norteamericana fundada por Menéndez de Avilés en 1565. Capital entonces de La Florida Británica, con claras raíces españolas y católicas, acogió y arropó a la colonia menorquina que pronto prosperó y dio a sus nuevas tierras hombres insignes, algunos de los cuales lucharon posteriormente por la unidad e independencia de los nacientes Estados Unidos.

Hoy, una asociación con más de 30.000 miembros recuerda su pasado menorquín. Pudieron constatarlo nuestros Reyes cuando se celebraron en 2015 los 450 años de la fundación de San Agustín. Lo vivió recientemente una delegación menorquina que asistió a la conmemoración de los 250 años de aquel desembarco. Entrañable la hospitalidad de aquellas gentes en días de húmedo y duro calor; emocionante la coincidencia de apellidos en residuales miembros y sobre todo en las lápidas de sus cementerios; colores de nuestra Bandera junto a la suya, en muchos edificios. Seis millones de turistas constatan cada año la herencia hispana. En un cercano castillo de San Marcos, que protegía con sus cañones la entrada de la bahía, aun se dan las órdenes a los artilleros en castellano viejo.

No son nuevos los movimientos migratorios, como no son fáciles los primeros tiempos. No lo serán para los 629 pasajeros del «Aquarius». Hoy no viene mal recordar que todos procedemos de algún movimiento migratorio.

(1) Citado por Philip D. Rasico, el mejor historiador sobre el tema.