Opinión
Cayo murió
Esto del verano y las visitas a «los pueblos», como lugares con sus comunidades, es un tiempo en el que se multiplica inevitablemente el ramalazo idílico y la denuncia del abandono. Redescubrimos la desertificación de nuestro interior más profundo, el geográfico y el emocional, nos resistimos a que esos espacios de infancia y de actual disfrute sean páramos vitales más allá de unos días de bullicio. Volver te exige el latigazo moral de buscar respuestas a la pregunta: ¿cómo ha podido llegar todo esto a este nivel de ausencia y abandono? Los que tenemos hueco respondemos con el alivio de un artículo, una columna, una historia con un protagonista que tiene su biografía a ambos lados del progreso y su horizonte cercano a la muerte; otros organizan festivales necesarios y los más acumulan en conversaciones anuales planes que surgen del abandono y en el abandono quedan. Primero fueron las escuelas, sus cierres marcaron la agonía, ahora ya son los bares los que señalan el final definitivo, la vida muerta.
El debate sobre causas y consecuencias hace años que resulta estéril, los proyectos de futuro y promoción son voluntariosos y merecen todos los altares públicos pero es una lucha siempre desigual y casi siempre condenada al sobre esfuerzo baldío. Valga por inmediata y de temporada la imagen de la cosechadora... lenta, monstruosa, monumental por esas carreteras imposibles dejando tras de sí su reguero de coches en lenta procesión. Aquellos días de vidas entregadas y poca mies solo los aliviaban desde el púlpito con la resignación, la culpa y la recompensan de una vida mejor. Pero la mayoría no esperó y se fue aunque vuelva a la iglesia los días del Santo o la Virgen. En las lecturas imprescindibles del gran Delibes, se me aparece estos días «El disputado voto del Señor Cayo».
Un manual de estrategia política que no tiene serie pero sí una película dirigida por Antonio Giménez Rico y un Paco Rabal sublime. Después de la visita electoralista que los tres jóvenes hacen a la aldea, después de sentir la vida con la intensidad de quien en cada instante tiene algo que hacer para sencillamente sobrevivir, uno de ellos, Víctor, les decía a sus acompañantes en el instante en el que salen del pueblo: «No hay derecho a que hayamos dejado morir una cultura sin mover un dedo». Nos quedamos sin estrategia del anterior Gobierno y este de Sánchez va por el mismo camino. Quizá cada vez hay menos «cayos» a los que pedir el voto. Una población envejecida y dispersa es más cara pero el compromiso político tiene que ir más allá de los presupuestos y ocuparse de la dignidad de las personas. Lo contrario, dejar que se muera sin haberlo intentado, tiene un nombre muy feo.
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