Opinión

La tensión de la Historia

La tensión sobre la que escribo otros escritores la llaman el «peso» de la Historia, e incluso aunque con impropiedad absoluta, la «crisis» de la historia. Se supone que, en cualquier caso, consiste en un «momento» de mayor a menor envergadura en que el proceso histórico, por razones de mayor calado o envergadura de lo habitual, origina una situación de intensidad problemática que las estructuras originadas en la interacción en búsqueda de la consistencia, por diversas circunstancias, no se encuentra con posibilidades de solucionar; o bien las propias estructuras no han manifestado los agravantes o atenuantes de la situación. La disyuntiva para quien en ese «momento» crítico representa una experiencia de escasa intensidad, acelera el tiempo de solución y no dispone de la posibilidad de acceder, parece que añade peso a las circunstancias que deciden y se produce un nudo en las relaciones de las estructuras creadas en la interacción temporal. La decisión en la historia puede quedar condicionado por infinitos problemas y por el «tiempo» experiencial al de la persona en tal circunstancia.

La capa más extensa es la política, cuyas ideas, sentimientos y dogmáticas radicadas en otros momentos históricos, pero que son inadecuados en aquel en que se originó la «tensión».

El pensador argentino Víctor Massuh publicó en 1976 «La libertad y la violencia», en el que coexiste el tratamiento filosófico de ambos factores, en los cuales Massuh dibujó la figura del «hombre apocalíptico» que, en principio, Raymond Aron como aquel que en un momento histórico dado trata de imponer un cambio «por la violencia, de un poder a otro». Es, sin duda, otra expresión posible de tensión histórica e imponer el logro de lo nuevo, en el futuro, proporcione soluciones definitivas a los problemas contingentes con los hombres en la realidad de la historia. Así, el futuro que se desea imponer, más que por valores y virtudes por el número, se convierta en factores de posibilidad de que la Historia origine energías vitales inexistentes o detenidas: cambios que no tienen dilación, o ganando tiempo al futuro, lo cual, en sí, es imposible.

Es imprescindible diferencias en el cambio histórico el «reformador»; que añade argumentos de índole moral y piensa cuáles son los medios propuestos para conseguir los propios, que el «revolucionario», que no se arredra en su proyecto de cambio por el desorden, la destrucción, porque para él se trata de una operación dilecta y se encuentra a gusto en el caos social: necesita de todo el poder y se ha orientado a la conquista del aparato total del Estado. Dice Massuh que «una sensación orgiástica embarga a aquel que cree que lleva a cabo una acción renovadora para bien de todos».

El siglo XIX aportó tres revoluciones: la francesa, en cuyos cuadros de terror y odio social contra la monarquía y aristocracia se consumó la tensión social; la revolución industrial inglesa, que forjó la transformación económica del despegue y dominio mundial de los mercados y la cooperación fiscal impositiva y legal como empresa total de la Nación, del comercio marítimo y del transporte. Finalmente, la revolución e innovación cultural en la ciencia y el pensamiento que condujo al resurgir de la religión, tras la batalla de la Enciclopedia y el libre pensamiento filosófico, que introdujo una sensación de ambigüedad entre los intelectuales. Historiadores, por ejemplo, demostraron que la religión no se encontraba en retirada, sino a la defensiva, pero no sucumbía por las enfermedades letales de la contemporaneidad. Este peso de la historia. Owen Chadwick lo definió como «secularización de la mente europea». La clave del resurgimiento de atención religioso ocurrió a escala global. Siempre ha sido patente que judaísmo, islamismo, hinduismo y budismo se reformularon a consecuencia, sobre todo, de las prédicas de los misioneros cristianos en la época de los imperios europeos del siglo XIX.