Opinión
Ordenamiento real de Medina del Campo
Se trata de una recopilación de leyes dadas en las Cortes de Castilla, más algunas pragmáticas y cartas reales hasta completar ochenta y ocho piezas referentes a la gobernación del Reino, con especial atención a la administración de las ciudades, que fueron mandadas recopilar por el rey Juan II de Castilla (1406-1454), el largo reinado de casi cincuenta años, en el que se suceden considerables alternativas políticas. En esa etapa, Fernán Pérez de Guzmán redacta sus «Generaciones y Semblanzas», con personajes entre el reinado de Enrique III y el de sus hijos. Etapa históricamente compleja y desdotada de fuentes históricas que aporten información, aunque el análisis de la época tiene la fortuna de estar provisto de grandes historiadores medievalistas como son Ladero Quesada y Luis Suárez, con análisis de fuentes como la del halconero real Pedro Carrillo de Huete. Fue continuada por el obispo fray Lope de Barrientos, proporcionando un largo recorrido histórico. El estudio de las crónicas ha sido completado con una detenida crítica de los repertorios documentales.
Durante esta época histórica, el verdadero protagonista de ella fue el infante don Fernando de Antequera, pues al alcanzar la mayoría de edad el rey es desplazado del centro de atención por sus primos hermanos, los infantes de Aragón, y, por otra parte, por el privado don Álvaro de Luna. Ello origina una situación de fondo que se caracteriza por un reinado turbulento, un rey de carácter débil y pusilánime, que se inclinaba a olvidar los desmanes que contra su autoridad se perpetuaban. También su debilidad se manifestaba en su incapacidad para el gobierno; abandonaba éste en manos de privados, dueños absolutos de su voluntad. Por otra parte, Ruy Sánchez de Arévalo define al rey como «religioso católico de mucha oración, muy dado a lecturas, admirador de sabios y eruditos, de agudo ingenio, amante de la paz y compasivo con los pobres...». Añadía, respecto al privado Álvaro de Luna, que tenía fascinado al rey.
El historiador del Derecho Eduardo de Hinojosa, que ha estudiado a fondo la personalidad de Juan II, recoge y analiza como elemento clave de la personalidad del monarca la precipitación. Cuenta que estando don Juan estrechamente vigilado en 1444 en Tordesillas por su mayordomo mayor Ruy Díaz de Mendoza, le prohibió salir a cazar a caballo, ordenándole ir en mula, lo cual fue suficiente para que el rey corriera al mayordomo «con una espada en pos dél por palacio fasta lo lançar por una escalera abajo, pero que lo non alcanço». El desequilibrio de la personalidad del rey fue advertido por los personajes del reinado, entre ellos el privado Álvaro de Luna. Los infantes de Aragón y la nobleza en general comprendieron muy pronto la realidad del desequilibrio del monarca y el control ejercido por Álvaro de Luna desde el golpe de Tordesillas de 1420, que se extendió hasta la entrada en escena (verano de 1447) de la segunda esposa del Rey, Isabel de Portugal, que con sus encantos torció la voluntad real contra su valido. De Luna, igual que anteriormente con don Fernando de Antequera, insistió más fuertemente en la privanza, obteniendo rentas y cargos cada vez con más abundancia, hasta alcanzar un punto máximo. Fue el control político del Reino lo que hizo rebosar el ansia de poder al grupo encabezado por Álvaro de Luna, quien impuso una fórmula de control político con la formación de un Consejo reducido, en algunos momentos conocido como «Consejo secreto»; además del Condestable, los doctores Peribáñez y Diego Rodríguez, de Valladolid. Por este Consejo pasaba lo más secreto y arduo del Reino. Con un núcleo intimísimo y de máximo poder, no ya de consejo sino de decisión. Todo lo contrario se estrellaba inexorablemente en su solución.
La concertación de fuerzas del reino contra esta situación llevó la rebelión de Toledo a un motín confuso; fueron denunciados los «treinta años de tiranía del Condestable». La situación hizo entrar al Rey en un desenfreno, rompiendo el equilibrio. Una verdadera guerra civil rompió el vínculo. Don Álvaro de Luna fue ajusticiado y su cabeza colocada durante nueve días sobre una punta de hierro en el mismo cadalso. Fue ordenado leer el pregón: «Esta es la justicia que manda hacer el Rey».
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