Opinión

Palabras y violencia

La bella estrofa «las palabras van al viento» que escribió el poeta, quedaron ahí: en el viento. La palabra es clave en el amor y el verbo en nuestras creencias. Pero también puede convertirse en dardo, ofensa, descalificación, amenaza, chantaje, cuando entra en el terreno de las relaciones sociales especialmente las políticas. Las hemerotecas, los archivos sonoros y gráficos, las grabaciones traidoras e interesadas y las frases recogidas en micrófonos abiertos en los que se dice lo que se piensa y no se piensa en lo que se dice, dan a la palabra de cada momento un significado especial; en otras se roza la corrupción o la reunión de malhechores. Lo del policía Villarejo no es nuevo. Y si repasamos la historia, nos perderíamos en múltiples ejemplos, aun utilizando medios menos sofisticados, aunque la «información vaginal» no es nueva.

Y hoy, por mucho que se quiera difuminar lo dicho ayer, es difícil relacionarlo eticamente con responsabilidades actuales: o se define uno por lo que entiende es rebelión o no se define; o se pacta con un policía corrupto o no se pacta. Y si un presidente de comunidad autónoma por muy histórica que sea, señala que el enemigo es el Estado al que representa, tengo claro que la declaración no queda solo en palabras, en diálogo imposible. Horacio les recordaría a todos que «la palabra dicha no sabe volverse atrás»; y un viejo proverbio árabe lo ratificaría: «Luego que has soltado la palabra, esta te domina; pero mientras no la has soltado eres su dominador». Que se lo pregunten a la actual Ministra de Justicia o a la anterior eficaz Ministra de Defensa.

Y de la palabra a la violencia solo hay un paso, y la Historia nos enseña que esta última no vive sola: lo hace entrecruzada especialmente con la mentira. Y la mentira nos lleva otra vez a la palabra, cerrando el circuito.

Me preocupa que aún discutamos si la palabra puede llevar a la violencia. En la violencia de género, ¿se condenan solamente las acciones contra la pareja?; ¿se evalúan amenazas previas mediante palabras? Diría que la palabra es claramente la base, la sustanciación de lo que podrá venir después. ¿Alguien duda de que tras las soflamas de un Hitler o un Mussolini aparecieron los movimientos que a la larga arruinarían a sus ricas y cultas sociedades y ocasionarían millones de muertos? ¿O que tras los manifiestos comunistas lanzados también en plazas públicas vinieron décadas de silencio, de depuraciones, de odios, de puro desprecio del ser humano? ¿Nos sorprende leyendo hoy a Lenin que incluyera el derecho de autodeterminación como principal instrumento de la guerra revolucionaria y de golpe de estado?

Nos acordamos estos días repasando las constituciones españolas, de las palabras pronunciadas por Fernando VII al que le asignamos el insultante título de «felón». Habiendo derogado a su vuelta de Francia en 1814 la Constitución de Cádiz de 1812, el levantamiento de Riego de 1820 le obligó a declarar: «Marchemos francamente yo el primero por la senda constitucional». Estas falsas palabras –como se demostró tres años después con la llegada de los 100.000 Hijos de San Luis– legitimaban un golpe de estado. Me duele que por ambiciones de poder, otra felonía semejante, también falsa, pueda legitimar otro golpe concebido hace una década, precipitado en una querida Cataluña desde hace algo más de un año.

Es la sociedad la que debe dar respuesta a los falsos profetas y a los que hacen –felones– de la mentira instrumento de acción y de ambición política. Y debe expresarse huyendo de la conocida máxima de que «la verdad se corrompe con la mentira, tanto como con el silencio». No son momentos de silencios que ciertamente se han roto valientemente por parte de personas y grupos. Opino solamente que no deben caer en la trampa de utilizar los mismos medios violentos que utilizan los rupturistas, y apoyarse en las amplias herramientas que nos da el ordenamiento constitucional y la potencialidad de los poderes del Estado, a pesar de sus fisuras ante la crisis, a pesar de los errores cometidos, especialmente la incapacidad de prever por parte de nuestros servicios de inteligencia y por determinadas actitudes de prepotencia e incomprensión. Porque no todo el mundo –y son personas quienes ejercen los poderes del Estado– tiene las mismas capacidades de resistencia. Resilencia en este caso. Esto lo conocemos bien los soldados.

Son momentos de serena resistencia. Juan Ruiz de Alarcón(1580-1639) nos aconsejaría «ser discretos con la verdad dicha por alguien que suele mentir y ser prudentes con la mentira de quienes suelen decir verdad».

Creo que todos merecemos que la verdad se imponga a la violencia, aunque esta se atrinchere en la palabra.