Opinión
Neutralidades
Somos tan dados a presentar siempre el lado negativo de nuestra Historia, que nos olvidamos de valorar los acontecimientos en que hemos reaccionado con sensato acierto. Hemos seguido estos días los actos que conmemoraban el fin de la Primera Guerra Mundial cerrada en falso hace 100 años. Se ha recordado el magnicidio de Sarajevo y vuelto a contabilizar los trágicos números de fallecidos y heridos; se han descrito las mortíferas armas que aparecieron sobre los campos de batalla, constatado el final de tres imperios, el gran número de países que se enfrentaron en la contienda y la aparición por segregaciones de nuevos estados europeos. Incluso ha reaparecido la figura del mariscal Petain, héroe en esta Primera Guerra, condenado por su actuación en la Segunda.
Pero hemos hablado poco de la neutralidad de España, como si no tuviese mérito. ¡Nos cuesta reconocer hasta nuestros aciertos! ¡Aciertos que –con matices y apuestas arriesgadas– repetimos en la Segunda! ¿Cómo vamos a reconocer errores, si somos incapaces de valorar aciertos? Por supuesto, ya sabe el lector cómo acabaron los dirigentes que nos evitaron aquella guerra: el Presidente del Gobierno asesinado, Alfonso XIII en el exilio.
Tras recibir información de nuestro embajador en Viena, Dato, publicaba en la Gaceta de Madrid el 7 de agosto de 1914: «Existente por desgracia, el estado de guerra entre Austria-Hungría y Serbia, el Gobierno se cree en el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles con arreglo a los principios del Derecho Internacional». Había decidido la neutralidad, sin consultar a las Cortes. No lo haría mejor su sucesor Romanones, que gobernó por decreto y eludió todo control financiero real por parte de las Cámaras. Dimitiría en Abril de 1917 a consecuencia de la cuestión de los submarinos (1), «después de haber sido desollado por la prensa germanófila». No debe descartarse entonces como una de las causas de la crisis que vivió España, la ausencia de gobiernos parlamentarios. Súmese a ello la fractura social y política que había significado la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, la sangría de la Guerra de Africa, la reaparición de los nacionalismos periféricos –siempre rebrotan en momentos de crisis– y acontecimientos tan vivos y dramáticos como la Semana Trágica de Barcelona (Julio 1909) o el propio asesinato del Presidente del Gobierno Canalejas en Noviembre de 1912 en plena Puerta del Sol. Tras el magnicidio de Prim iniciaría una trágica serie en la que también moriría Dato y terminaría con el asesinato por parte de ETA del entonces presidente del Gobierno Carrero Blanco.
La sociedad española estaba dividida en bandos y afinidades aunque «los defensores apasionados de la intervención se movían fuera de los partidos gubernamentales» (2). Eran los carlistas quienes consideraban a Guillermo II como un héroe, mientras Lerroux deseaba que Alfonso XIII condujera sus ejércitos contra Alemania». El propio Monarca, cuya intervención humanitaria está por descubrir y valorar, era hijo de Reina Madre austriaca y marido de la Reina Victoria Eugenia británica. Doscientas mil cartas dan testimonio hoy de sus intervenciones a favor de desaparecidos, prisioneros, heridos y fallecidos de los dos bandos.
Raymond Carr cree que entre las causas que precipitaron la desestabilización de España que nos llevarían a la Dictadura de 1923 a pesar de los buenos réditos económicos que proporcionó la guerra a ciertos sectores, como el textil catalán o el de la hulla asturiana, figura la aparición de las Juntas de Defensa militares. A su juicio representan «la más curiosa y peor interpretada de todas las del Ejército en temas políticos». Las define también duramente como «uno de los últimos espasmos periódicos del espejismo militar». Especie de «pronunciamiento» dentro del concepto de disciplina militar, se consideraban «capaces de realizar un cambio frente a la impotencia y la indiferencia de los políticos de siempre». La figura no es nueva: cuando fallan las élites políticas, hay tendencia a llenar su hueco.
La lectura de los sucesos de aquellos años, con grave crisis de liderazgo y de valores morales, no resulta hoy extraña.
Y hablando de neutralidades, extraigo una reflexión que acerco a los tiempos de nuestra Transición resaltando la política del General Gutiérrez Mellado. Conocedor de nuestra Historia, dejó su impronta en Ordenanzas, leyes y decretos que en resumen sentenciaban: «El militar en activo como servidor del Estado no participará en actividades de partidos políticos; por supuesto es libre de hacerlo, colgando el uniforme». ¡Cuántos problemas nos hemos ahorrado! ¡Solo faltaría que ante una orden del gobierno de turno sobre un despliegue en Mali, «militares para la democracia» opinasen que mejor desplegar en Senegal y otros «militares conservadores» lo vetasen por afectar a un país católico.
¡Qué pena que los jueces no encontraran entonces a su Gutiérrez Mellado!
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