Opinión

Vocaciones y ocupaciones

No es nuevo el estudio de sus características, ni nueva su comparación. Charles Moskos y Huntington profundizaron en su diferenciación tras la Segunda Guerra Mundial.

Respetando la segunda opción, es lógico que mi alma de soldado priorice el carácter vocacional de quienes optan por un modo de vida. Me refiero a médicos, enfermeros, misioneros, asistentes sociales, gentes de armas y otros colectivos menos conocidos, que en el fondo tienen el platillo de la balanza de los deberes más lleno que el de los derechos. Piensan en colectivo, en social, más que en individual. Si me refiriese solo a los que juran el código ético de Hipócrates, diría que fue el colectivo que mejor respuesta dio a la crisis económica, a pesar de los recortes. No conozco ningún caso de un médico que se negase a atender a un «sin papeles». Por encima de las normas administrativas, obraba su vocación.

No dudo que muchos jueces y fiscales sean hoy vocacionales. Pero se mueven en el ámbito funcionarial de personas que no tienen por qué serlo, aunque imprescindibles para que su trabajo sea, no solo justo, sino eficaz en tiempo y lugar. En conjunto constituyen uno de los tres pilares de nuestro Estado de Derecho, muy ligado al poder Legislativo que emana de nuestras Cámaras. No debería serlo tanto del Ejecutivo, el tercer pie de la doctrina Montesquieu. Por, llamémoslas interferencias, contaminaciones, presiones partidistas, luchas de poder o ambiciones personales, el pilar no tiene la fortaleza que debería tener. Yo lo achaco a la pérdida de vocación. Un joven juez me decía recientemente: «Estoy tan abrumado que debo llevarme trabajo a casa». ¿Sabe cuántos profesores, colectivos de Cáritas, médicos de pueblo y ambulatorios aislados y un montón de artesanos y agricultores se llevan el trabajo a casa?

Mi amigo juez está en peligro de perder el carácter vocacional de su profesión, si piensa que su servicio público solo debe ejercerlo entre 9 y 15 horas.

Recientemente participé en un interesante Congreso Internacional sobre fortificación, bajo los auspicios de ICOFOR/ICOMOS, uno de los brazos de la UNESCO, especializado en revalorizar el enorme legado que representan castillos y fortalezas no solo en Europa sino también en América. Organizó el encuentro la Asociación de Amigos del Castillo de Montjuïc, que al no poderlo ejecutar en su sede de Barcelona por el empecinamiento enfermizo de su Ayuntamiento de vetar todo lo que huela a milicia y por la indiscutible pasividad del Ministerio de Defensa, optó por organizarlo en el Castillo de San Fernando de Figueras, con dos «subsedes»: una en el inmediato castillo español de Salsas hoy en territorio francés y otra en la base del Ejército en San Clemente.

No hablaré de fortificaciones. Solo de esta Base. Situada en la Cataluña prepirenaica, con cerca de mil hectáreas para ejercicios y maniobras, alberga al Regimiento «Arapiles», una histórica unidad nacida en la Universidad de Salamanca para combatir a las tropas de Napoleón allá por 1808. Desde hace años la unidad se ha considerado orgullosa, específica de montaña. Estas tropas –boinas verdes– son duras de pelar, calladas, acostumbradas a vivir en medio hostil que obligan al sacrificio personal, a superar dificultades, a apoyar al compañero que no pueda con ellas. Sus mandos, –Jaca su Vaticano– pueden presumir de «ochomiles» alcanzados. En la presentación del Regimiento, un buen suboficial mostró repetidas fotografías de duro invierno en Afganistán: «Nos mandaban en invierno porque era lo nuestro».

Pero, desconectado de la reorganización del Ejército, al entrar en la base me sorprendió ver a aquellos soldados con diferente boina –negra de las unidades mecanizadas– y un grupo de blindados «Pizarro» ejercitándose en pistas y campo a través: «Nos vamos a Letonia el mes que viene». No solo se les pedía cambio de uniformidad, sino un cambio de mentalidad a la que el soldado profesional debe saber responder, precisamente por su carácter vocacional. Cambiaban la grasa de caballo para proteger sus botas, la cera de los esquís, el piolet, la cordada y la amplitud de los horizontes del Pirineo, por la variada gama de aceites y lubricantes de un sofisticado vehículo blindado que no proporciona más vistas que unos rasgados ojos de buey dentro de una trepitante y apretada carcasa de aluminio. ¡Casi nada!

Mi querido lector pensará que solo es cuestión de disciplina. No solo, contestaré. Es tener arraigado el espíritu de servicio. Son los mismos que mañana podrán servir en unidades de la UME. Son los mismos que, también sacrificados en retribuciones como los policías, guardias civiles y funcionarios judiciales, no permiten espacios ni opciones políticas que los dividan y que creen inquietud y desasosiego en la sociedad a la que deben y quieren servir. Por supuesto, con vocación.