Opinión
La supervivencia de la Historia
L´Ecòle Militaire de París, el equivalente a nuestra Escuela de Estado Mayor, formaba allá a finales de los ochenta, a medio centenar de alumnos franceses con otros procedentes de países aliados y amigos. Dos años de intensa formación y convivencia daban para trabar buenas relaciones. La mayoría nos reencontraríamos posteriormente redactando planes de contingencia para Bosnia y Kosovo.
De esta convivencia retengo la idea del limitado conocimiento de muchos de ellos sobre su historia reciente. Yo les proporcionaba libros o revistas compradas en la cuesta de Moyano sobre la Segunda Guerra Mundial, con temas que parecían desconocer. Al italiano le costaba comprender la política lingüística que impuso Mussolini en Córcega; y a algunos franceses les costaba relacionar el majestuoso edificio de la Ópera de París con la sede de la Comandantur del III Reich; el finlandés aceptaba mal las bromas sobre la «flexibilidad» de su política respecto a Rusia.
Yo les decía que mi generación también debió acudir a ediciones foráneas –les ponía el ejemplo de «Ruedo Ibérico»– para llegar a comprender a fondo nuestra historia. En resumen daba por sentado que los intentos de manipular la historia no son nuevos, pero que al final el ser humano, busca, indaga, critica, se rebela contra lo impuesto, buscando la máxima objetividad.
El discurso histórico sobre el que se cimientan nuestros nacionalismos constituye una clara muestra de subjetividad interesada: «Se ha deformado la historia al servicio del mito victimista; se ha construido una historia maniquea de buenos y malos; se apela constantemente a la presencia de los sentimientos; se ha cargado de mitos impresentables científicamente». (1).
A esta crítica, se ha unido en modo actual y con inusitada eficacia el presidente de Aragón, Javier Lambán, exponiendo en un simple calendario sus conocimientos históricos. Mes a mes, en formato breve, pasa unos mensajes irrefutables como el «reivindicar activamente a España como el gran país que es, debe pasar por contar la verdad; reescribir la Historia buscando justificaciones acomodadas a tesis interesadas es un hecho inadmisible; no debemos permanecer impasibles ante la falacia y la alteración de la verdad». Como buen aragonés quiere llegar breve y conciso al alma de un pueblo valiente, directo, tozudo, leal. Aún conserva en su escudo el león de un rey de Castilla.
Recuerda Lambán el documento del 828 que avala aquel Condado que incluía los valles de Ansó, Hecho y Canfranc. Reino de facto en 1035 al que se incorporaría la casa de Barcelona entre 1137 y 1150 en que «Aragón será el cabo principal de nuestra alteza» y «en nombre y título nuestro principal» en palabras de Jaime I y Pedro IV. Las cuatro barras rojas sobre fondo de oro de la Casa de Aragón son la «señal real» de la que derivará la palabra «senyera» usada en Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca y en antiguos dominios de la Corona como el ducado de Provenza. Se discute ahora si las utilizó Ramón Berenguer IV antes que el propio Alfonso II ; como se discute con interpretaciones del siglo XIX la figura de Wifredo el Velloso, un mito de «cabells quasi vermells, de cara fort clara, los ulls aixi como lleó, la barba fort roja» de finales del IX.
Nunca los reyes de Aragón se titularon reyes de Cataluña como tampoco fueron reyes de Pamplona. Nunca fue confederación en el sentido con que definimos este concepto, como tampoco fue corona catalano aragonesa, una concepción del XIX debida a Antonio Bofarull. La boda de Petronila, la hija del rey de Aragón Ramiro II, con Ramón Berenguer IV no tiene nada de confederación. Este reconoce a Ramiro como «rey, señor y padre». Y cuando en 1351 Pedro IV el Ceremonioso crea el ducado –luego principado– de Gerona lo hace para afianzar la posición del heredero de la Corona Aragonesa como la monarquía inglesa había creado el Principado de Gales en 1301 o el de la francesa que otorgaba el título de Delfín a los herederos desde 1349. De hecho Pedro IV se adelantó en 40 años a la creación del Principado de Asturias (1388) y 70 al navarro de Viana (1414-1423). En resumen las monarquías absolutas tenían una clara tendencia a integrar, a asegurar la unidad de las herencias frente a la tendencia disgregadora de una nobleza territorial. Un ducado o un principado aseguraban esta necesaria unión.
Se detiene finalmente Lambán en Santa María de Sijena donde reposa Pedro II. Habla del incendio y expolio que sufrió en 1936 –«por milicias procedentes de Barcelona»–. Tiene clara la reivindicación de su patrimonio, hoy en largo proceso judicial.
Cuando hoy en Menorca conmemoramos la conquista de Alonso III en 1287 –también con diferentes interpretaciones– la iniciativa de Lambán nos abre nuevos horizontes de esperanza.
(1) Ricardo García Cárcel . «La herencia del pasado» Galaxia Gutenberg 2012.
(2) «Flos Mundi». Citado por Miquel Coll i Alentorn en «Guifré el Pelós».
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