Opinión
Validos y gurus
No descubro nada. Son bien conocidos a lo largo de la Historia y no dejan de tener –con diferentes ropajes– rabiosa actualidad, por su influencia en nuestra vida política.
De hecho la figura del valido va muy asociada al Antiguo Régimen y muy especialmente a los Austrias Menores del siglo XVII. Si el rey no sabía o no quería gobernar, era imprescindible que alguien lo hiciese. Nos referimos a cuestiones temporales; las espirituales se asignaban a sus confesores aunque la frontera entre ambas, algunas veces fuese difusa. Por supuesto la figura no era nueva y no se ceñía solo a España: Alvaro de Luna y Beltrán de la Cueva ya ejercieron como tales con Juan II y Enrique IV. En Francia tanto Richelieu como Mazarino y en Inglaterra Cecil y Buckingham, representaron semejante papel.
El duque de Lerma y tras su caída el duque de Uceda en tiempos de Felipe III y el Conde Duque de Olivares en los de Felipe IV son los genuinos representantes de esta figura política que, con los Borbones, tras la decisiva influencia de Godoy en tiempos de Carlos IV se diluyó entre los Secretarios de Estado y de Despacho, anticipo de lo que serían después los ministros, que con lógicos cambios, ha llegado hasta nuestros días. Siempre en el entorno, merodeadores.
Me detendré en dos personas de enorme influencia en la España de Isabel II, ya en la segunda mitad del siglo XIX que nacidas en plena Guerra de la Independencia, vivieron y sufrieron en su juventud las fratricidas guerras carlistas. La primera es María Dolores de Quiroga Capopardo (1811-1891) más conocida como Sor Patrocinio o la Monja de las Llagas. Noble de cuna, más linaje que hacienda, que supuestamente despechó a Salustiano de Olózaga recién llegada a Madrid, profesó como concepcionista franciscana descalza en el convento de Caballero de Gracia, cuyo Oratorio permanece hoy a espaldas de la Gran Vía madrileña. Supuestamente estigmatizada por las llagas de Cristo, con grandes dotes populistas, depurada en la Casa de Arrepentidas de María Magdalena por carlista, desterrada a Badajoz por el general Narváez, había conseguido ser confidente y consejera de Isabel II y de su esposo Francisco de Asís, no solo en Palacio sino incluso en su exilio parisino tras la Revolución Gloriosa. Algo de «gurú» había en ella, en los aspectos que definen los orientales como «capacidad de influir en otras personas, poner luz en la obscuridad y la ignorancia, visión en la predicción de futuro».
El segundo, con diferencias sustanciales respecto a la religiosa, es Antonio María Claret. Nacido en Sallent de Llobregat, muy ligado a la diócesis de Vic, también conoció una «deportación espiritual» a Canarias (1848-49) donde aún se recuerda su paso. Nombrado arzobispo de Santiago de Cuba, su labor evangelizadora fue significativa. Citan las crónicas «que consiguió unir en vínculo sagrado a doce mil parejas amancebadas y obligó a reconocer cuarenta mil bastardos». Con estos antecedentes cuesta creer que fuese llamado a Palacio como confesor. El mismo puso condiciones, porque tampoco acudió entusiasmado. Todo ello le dio un particular peso específico como hombre leal, con los pies en el suelo, enfrentado a dos personas complejas y en momentos políticos tan difíciles como el reconocimiento de la naciente Italia de Garibaldi por parte del Gobierno de S.M. lo que conllevaba la automática excomunión de la Reina decretada por Pío IX.
No alcanzo a saber si el alabado como «gurú» de la Moncloa Iván Redondo es Patrocinio o es Claret: si realmente tiene los pies en el suelo; si es capaz de predecir el futuro; si pone luz en la obscuridad y la ignorancia; si se rodea de leales o de aduladores; si sabe sacrificar el bien personal al bien común.
Debe preocuparle que todo se articule alrededor de su persona como inspirador –valido o gurú– de un personaje también complejo, porque será el primero en ser sacrificado cuando las cosas no vayan bien. Lea las memorias del Duque de Lerma o de Mazarino y no solo El Príncipe de Maquiavelo. En política no hay nada definitivo.
En los ejércitos es la figura colegiada de un Estado Mayor quien influye en la decisión del General o Almirante. Se distingue esencialmente aquel por la lealtad, lo que equivale a saber decir a su superior: «Sopesa la decisión; hay varias alternativas; no te precipites; medita; tú mandas pero creo que te equivocas». No debería extrañarnos que dos de los mejores analistas demoscópicos del momento –Narciso Michavila y Gonzalo Adán– procedan de nuestro Ejército.
Siempre lo ponderado en equipo garantiza buena gestión por encima de las genialidades individuales, especialmente cuando estas se apoyen en ambiciones personales o vengan –como los estigmas de Sor Patrocinio– adoradas por fanatizados creyentes.
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