Opinión
La intemperancia
En el mundo antiguo la política nunca se separó de la moral. «Hombre» y «ciudadano» eran la misma cosa y el Estado y la familia reposaban sobre la virtud. Esta serie de valores radicada de modo sobresaliente en el pensamiento filosófico de Platón y Aristóteles. Para Platón la política es la misma moral, para Aristóteles es una parte de la política. Es, pues, importante comprender, en ambos casos, cuáles son los ritmos de pensamiento sobre la moral. La filosofía moral de Platón –quizá tomada del pitagorismo– radica en suponer que el hombre está en guerra consigo mismo y se encuentra combatido por dos fuerzas contrarias: el amor reflexivo hacia el bien y el deseo ciego de placer; es el fondo de la naturaleza humana. Se compara al hombre compuesto por tres animales: una hidra de cien cabezas, a quien hay que domesticar para poder vivir; un león que, amén de generosidad, es ciego para sí mismo; y, en fin, un hombre que somete a la hidra con la ayuda del león. Es decir, una inteligencia que razona y ordena pero parece confundirse con la bestia de cien cabezas, condenado como está a combatirla incesantemente.
Deja constancia Platón en la «República» que hay tres partes en el hombre: una inferior, principio del deseo, del miedo, del amor grosero y popular que a todo se atreve y todo lo corrompe; otro superior, la razón, que analiza, conoce y comprende; encuentra en las cosas la verdad, la pureza y lo eterno, alcanzando el Ser; que combate las pasiones. Entre estos dos extremos del alma hay una parte media que las une, que es el «valor», principio de la cólera noble y de los afectos generosos: sirve de auxiliar a la razón en sus luchas contra el deseo y las pasiones; el caballo que obediente a las leyes del conductor le ayuda a vencer la rebeldía. De donde resulta que sin la conciencia de sí mismo no hay placer en momentos de presente, pues gozar de un placer es darse cuenta de que se goza. En consecuencia, la inteligencia es necesaria e imprescindible. Desarrolla esta importante línea de inteligencia en un diálogo entero, el «Filebo», una de sus más profundas obras. Distinguimos los placeres no sólo por su intensidad, sino por otros caracteres que suponen otro bien mayor que el placer mismo. La intemperancia es, al mismo tiempo, ignorancia e impotencia, porque no conoce el verdadero bien; y es también impotencia, porque no puede alcanzarlo. Es aquí, precisamente, donde Platón alcanza los principios socráticos.
Por consiguiente, la intemperancia es tan impotente como ignorante. El vulgo la admira junto con el poder de lograrlo todo; vano poder, ya que el verdadero poder es el del hombre que puede hacer lo que quiere.
En consecuencia, inspirado por Sócrates, Platón combate los sofismas del placer y de la pasión. Resulta frecuente pensar que se sitúa en el extremo opuesto del pensar, reemplazando la «moral voluptuosa» por la mística. El «Fedón» aporta, no obstante, las más vigorosas expresiones místicas. Aquí, el cuerpo no es servidor del alma, sino su calabozo y su tumba; todas las impresiones y sensaciones del cuerpo son cadenas y torturas que unen el cuerpo al alma y quitan a ésta la libertad. El cuerpo impide al alma que piense: es la fuente de todos los deseos, de todas las pasiones, en definitiva, de todas las perturbaciones. Y es que el cuerpo es un mal, una locura. Para alcanzar la sabiduría es preciso purificarse, lo que equivale a librarse de las pasiones. La vida es iniciación, pero pocos son los inspirados por los dioses. En la «Historia de la Ciencia Política», a comienzos del ya lejano siglo XX, el profesor de la Facultad de Letras de París Paul Janet deja bien establecido que el verdadero principio moral del platonismo no es la renunciación, sino la paz de las alteraciones del alma. El mejor final de la guerra que en los hombres se produce entre alma y cuerpo, lo mismo que Platón dijo que ocurría en los Estados: no hay nadie que prefiera alcanzar la paz comprada al precio de la ruina de uno de los contendientes y la victoria del otro, mejor que verla restablecida por la unión, la amistad y el acuerdo mutuo... Y afirmó: «Todo lo que es bueno es bello... Y no hay belleza sin armonía». La moral del Platón es de conciliación y armonía. La vida del hombre dice en «Protágoras» tiene necesidad de número y armonía.
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