Opinión

Los orígenes de la Monarquía

A finales del siglo IV, antes de la primera invasión germánica, el mundo occidental europeo estaba dividido en dos partes: el «mundo romano» y el «mundo bárbaro». El primero estaba caracterizado por el predominio de la norma jurídica, la cual sustentaba la civilización que había recogido la herencia del pensamiento griego, elaborando los fundamentos del Estado mediante un equilibrio social, en el cual el fiel de la balanza queda ocupado por el poder imperial. El «Imperator» era dueño absoluto y su voluntad tenía fuerza de ley. Fustel de Coulanges ha demostrado que este poder absoluto era consecuencia inevitable de la organización romana, pues el principio fundamental del derecho público fue siempre la soberanía absoluta del Estado; las instituciones tenían por objeto la obediencia de los hombres. El Estado entero quedaba refundido en el Emperador. La crisis del Imperio condujo a un Estado social constituido por cuatro clases: servil, plebeya, curial y senatorial, mientras los grupos intermedios desaparecían, el ejército perdía su carácter nacional, adquiriendo un carácter permanente y prepotente. Todo ello condujo inevitablemente a la anarquía interna y la disgregación de la fuente suprema de poder.

El otro mundo era el bárbaro, el mundo extranjero, situado al otro lado del «limes», fuera de las fronteras del Imperio: al este del Rhin, al norte del Danubio, al este del Éufrates y del Tigris; en los desiertos de Arabia y África había pueblos que no acaban las leyes de Roma. Era un mundo inmenso, proteico y temible: los celtas de Caledonia e Hibernia; en África, los bereberes, moros, númidas, libios y gétulos sólo eran romanos de nombre; las tribus etiópicas comenzaban en las cataratas del Nilo; los sarracenos de Arabia y Mesopotamia; sobre la orilla del Tigris, los persas adoradores del fuego; apoyados sobre las fronteras del Rhin y el Danubio, los germanos divididos en dos grandes ramas: la teutónica y la gótica o escandinava, cada una de ellas integrada por gran cantidad de pueblos; los eslavos ocupaban desde el Vístula al Don, supervivientes de las invasiones germánicas, siempre aferrados a la tierra; los uralo-altaicos, esparcidos por el norte de Escandinavia, Finlandia y casi toda la Rusia actual, rebasando al este los Urales y los Altaicos extendiéndose hasta las murallas de China.

Los germanos se acercaron poco a poco a la civilización romana. Primero comerciaron con ellos en la frontera –castra stativa–, penetrando individualmente o en pequeños grupos, por propia voluntad o como prisioneros, siempre como tributarios, colonos o labradores; otras veces como soldados, formando cuerpos especiales bajo la denominación de «federados», que servían a Roma mediante un contrato, o bien como «letos», sirviendo incondicionalmente, agrupados en colonias agrícolas, formando verdaderas guarniciones bajo vigilancia de la autoridad romana. A finales del siglo IV, cuando las circunstancias exteriores lanzaron contra la frontera una avalancha de pueblos, no se modificó el carácter de la invasión «amistosa», pues los ejércitos se presentaron para servir al Imperio, lo mismo antes que después de desaparecer el Emperador de Occidente. El contacto se ha producido, la convivencia ha comenzado, la ósmosis cultural se ha iniciado; el prestigio de Roma y del poder imperial trascendió la nobleza germana, especialmente la de los godos. De este modo se hizo inevitable el surgimiento de la realidad monárquica y de la entidad de Reino basado en la soberanía sobre la tierra de asentamiento.

Uno de estos pueblos godos, el de los ostrogodos del Danubio, estaba mandado por tres hermanos de la raza de los «amalos». Uno de ellos, Teodomiro, tuvo de su amante Eliana, un hijo al que pusieron de nombre Teodorico. A los siete años fue enviado como rehén a la corte de Constantinopla, regresando al lado de su padre a los 18 años, sucediéndole en el mando el año 475. Después de varias luchas intestinas quedó como señor único, llegando a mandar sobre todos los ostrogodos. Novae, sobre el Danubio, fue la capital del reino de Teodorico, pero su estancia en Constantinopla, su contacto con la civilización romana oriental le decidió a ponerse en marcha hacia Occidente. Reunió a todo su pueblo, convenciéndoles para emprender la emigración que se inicia el 488 hasta alcanzar Italia. Allí venció a Odoacro, rey de los hérulos, por dos veces, quedando como dueño absoluto de Italia. Esto constituye el primer intento de un rey germánico de aspirar a reinar sobre una parte del antiguo Imperio romano.

Teodorico ofrecía todos los caracteres de un rey germánico. Desde los tiempos de Tácito, los godos aparecen como pueblos eminentemente monárquicos. La realeza era hereditaria, aunque la herencia estaba limitada la elección dentro de la familia real. El protagonismo electoral lo tenían los nobles, pero por transacción el Rey era quien designaba sucesor. El pueblo juraba fidelidad al Rey y éste, al ser elegido, juraba observar la justicia.