Opinión

5 de junio de 1982

El 5 de junio de 1982, al izar la bandera nacional española el Cuartel General de la Alianza Atlántica en Bruselas, se cumplía un doble e importante significado histórico: la «integración» de España en la Comunidad Atlántica, de la que ha sido un sólido y robusto cimiento; el final de un largo tiempo de «aislamiento».

Acaso resulte conveniente, para que la opinión pública concluya sus propias conclusiones, señalar algunas de las razones históricas y culturales que abonan esa integración de España en la Comunidad Atlántica que tanto contribuyó a crear desde 1492, fecha del comienzo, hasta 1949, firma del Tratado del Atlántico Norte, en esos cuatrocientos cincuenta y siete años en que el Océano Atlántico se ha convertido en el eje histórico del mundo occidental. El ritmo histórico marca con claridad meridiana cómo durante veinte siglos, las tres penínsulas mediterráneas –Grecia, Italia, España– fueron fronteras sucesivas disputadas por el Oriente.

Desde 1492 España llevó a efecto el rescate del Nuevo Mundo, surgido con magnitudes inauditas en la otra ribera del Atlántico, tras haber permanecido desconocido durante cuatro mil años de vida histórica universal. En el Atlántico se produjo la gran mutación de Occidente. Los agentes que lo consiguieron fueron pequeñas comunidades marineras de España y Portugal. Los destinos atlánticos de la España cristiana quedaron marcados en virtud de la afirmación de su estructura política, cuyos hitos son perfectamente conocidos: 1137, unión catalano-aragonesa; 1143, nacimiento de Portugal; 1233, unión de Castilla y León; también por la nueva orientación expansiva que se origina en el cambio del proceso reconquistador. Los datos son inequívocos: entre 1225 y 1264, las Españas cristianas aumentaron su territorio en unos ciento setenta y cuatro mil kilómetros cuadrados y estos territorios fueron repoblados con contingentes humanos procedentes de Castilla la Vieja, que entre 1240 y 1350 hicieron crecer la población global con un ritmo sólo comparable al que alcanzó en el siglo XVIII y, posteriormente, en el siglo XX, convirtiendo a las Españas atlánticas en las vanguardias expansivas del mundo pleno de la sociedad cristiana occidental.

En lo que ha sido denominado la más grande mutación de la historia, España ha tenido un protagonismo básico y fundamental en tres actos de magnitud universal: la apertura del Atlántico; el rescate del nuevo orden para Occidente; y, en fin, la creación de la nueva cultura americana cristiana. Entre el primer viaje de Colón (1492) y la Primera Vuelta al Mundo de Magallanes-Elcano (1522) solo transcurren treinta años. El primer Atlántico, el llamado Atlántico transversal, fue español. La organización del Estado moderno en América la llevó a cabo Felipe II; el primer sistema de seguridad se estableció en el Caribe por España en tiempos del rey Carlos III. En estas condiciones resulta sencillo comprender la importancia de la reintegración de España al puesto que le corresponde en la sociedad occidental en la organización de la convivencia democrática, a cuya construcción tanto ha contribuido y con tanta eficacia, dicho sea sin falsas modestias, pero también sin timideces paralizantes. Basta rememorar los principales iniciadores contemporáneos del compromiso Atlántico: Ernest Bevin, Paul-Henri Spaak, Georges Bidault, Winston Churchill, sin necesidad de recordar presupuestos de discusión parlamentarios para estar en disposición de apreciar los postulados esenciales de integración democrática y de defensa frente a la agresión; así como el significativo lazo de unidad, ciertamente múltiple, puesto que refuerza el cooperativismo social, económico, cultural y estratégico. El inteligente editorial de ABC cuando al día siguiente de que Bruselas izase la bandera de España, afirmando que el hecho es el de «mayor calado desde la llegada al trono de Su Majestad Don Juan Carlos I». Destacar la importancia del ingreso de España en la Alianza Atlántica vale para destacar la función preeminente del culto estadista, el presidente del gobierno de España don Leopoldo Calvo-Sotelo.