Opinión
El tiempo y la memoria
El tiempo y la memoria a veces nos la juegan, es cierto, pero también, en ocasiones y circunstancias especiales nos dan sorpresas inesperadas que nos devuelven a momentos que nos parecían irrecuperables. Por ejemplo, podría plasmar la foto de cómo y dónde estaba cuando se produjo la noticia de la desgraciada explosión en la central nuclear de Chernobil, donde ahora los turistas van en tropel no sabemos si por morbo o por qué extraña razón, practicando lo que han dado en llamar «turismo nuclear». También a Hiroshima y Nagasaki. O visitan el campo de Auschwitz, aquel siniestro complejo formado por diversos campos de concentración y exterminio de la Alemania nazi situado en los territorios polacos ocupados durante la Segunda Guerra Mundial.
Algunos preferimos otro tipo de memorias. Por ejemplo, aún conservo en la nariz aquel olor entre dulzón y acre proveniente de la selva, o de la cerveza negra, o del agua del río, el río Bony, afluente del Níger, rodeado por una gran extensión verde, con una línea arbórea oscura que se ahogaba en la plata ribereña, con los graznidos de los pájaros, el barullo de los monos que saltaban incansablemente de una rama a otra, la ira del huracán que soplaba a veces, y de la lluvia del trópico. El chiquillerío negro, con sus taparrabos, remando en sus cayucos a pedir a los barcos allí fondeados lo que les quisieran dar: pastillas de jabón, cajas de azucarillos, alguna lata de conserva... Los menos se acercaban a hacer negociete y cambiaban marihuana por whisky o cerveza. También rondaban las bordas de los buques al atardecer muchachas jóvenes para ofrecer sexo a cambio de unos dólares. Aquellas noches africanas llenas de enormes mariposas, cocos, piñas, cucarachas voladoras, algún pequeño caimán y aquel permanente, intenso y ya familiar olor entre dulzón y acre que envolvía el entorno. Aquellos cangrejos enormes que cocinaba el marmitón con yerbas tan picantes que hacían brotar las lágrimas. Los noticieros de televisión que allí había eran puramente nacionales, o sea, nigerianos, y, eso sí, en cinco lenguas vernáculas distintas con cinco locutores diferentes, cada uno vestido con una colorida túnica, a cada cual más chillona. Recuerdo muy bien uno de ellos, porque le faltaban varios dientes. Recuerdo también y con estremecimiento el ahorcamiento de un condenado a muerte retransmitido en directo en medio del griterío de la gente. Han pasado muchos, muchos años, cuarenta o por ahí. Pero cuando uno rebusca en los rincones de la memoria las sensaciones de los cinco sentidos en aquellos días, en aquellas semanas africanas que ahora me permito traer al presente se vuelven más vivas que nunca. Había un palafito cerca de los manglares donde solíamos acudir a visitar a un misionero que nos daba coco en pequeños trozos, cortados de manera irregular. En el barco había ron y cocacolas, y así dejábamos que la noche fuera cayendo, mientras a lo lejos se oían los bongos que unas gentes muy mayores tocaban sin descanso para acompañar viejas canciones de la tribu, llenas de ritmo. Alguna vez compartimos hogueras con ellos. Recuerdo la fascinación que me producía el movimiento de aquellos esqueletos ya desgastados por la edad, mientras se movían de forma inimitable. Una mujer muy gorda y ruidosa, de risa fácil y pelo trenzado desde la raíz, vestida con una túnica multicolor, de enormes nalgas y tremenda delantera, se movía sin parar mientras la expresión de su rostro era de perfecta felicidad. África nos abrazaba como una madre mientras la que suscribe, con tan sólo 18 años, no sentía más que la incomodidad de la humedad en la piel. Hoy, desde el Mediterráneo, añoro aquella aventura.
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