Opinión
La teoría de los modelos
La teoría sociológica de modelos ha hecho un daño reiterado incalculable al análisis analítico, propio de la historia positivista que, con el propósito de comprenderlos en su más íntima realidad, constituye el objetivo propio de la Historia. La realidad humana, aseguran sus defensores más conspicuos, la constituyen procesos que, aunque en los análisis conjuntos forman procesos que constituyen una sola coherencia, en su entraña significativa, su índice interno no admite la fórmula de que la historia se repite, aunque nunca en sus propios términos. Ha sido reciente –ya que en Historiografía no existe la reducción del tiempo de sucesión como significativo–, no menos de dos o tres generaciones, una rebelión campesina del Estado mexicano de Chiapas, que ha originado una conmoción escandalosa en la prensa mundial, originando discutibles interpretaciones, indicativas del predominio del tiempo local, que algunos han situado como un nuevo capítulo del levantamiento de Emiliano Zapata en el Estado de Morelos en 1911.
Ni la situación histórica es la misma, ni las condiciones del discurso histórico equiparables, ni las bases antropológicas y supuestos geográficos similares, ni el fondo cultural coincidente, ni, en fin, los líderes están en ambos casos guiados por motivaciones idénticas.
El Estado de Chiapas, que en lengua tapetchia significa «cerro de las batallas», al originarse la guerra de independencia de España estaba unida a la Capitanía General de Guatemala. Decidió adoptar el Plan de Iguala, proclamado por Agustín de Iturbide (24 de febrero de 1821), de Religión, Unión e Independencia. Con posterioridad, en 1824, por medio de convocatoria del referéndum, quedó incorporado a México. Culturalmente, sus pobladores –chiapanecos– procedentes de Nicaragua, con centros antropológicos tan importantes como Palenque y Ocosingo, fueron sucesivamente ocupados por olmecas, toltecas y aztecas, al sureste de México y noroeste de Guatemala. El contexto de esta sociedad con formas de vida incorporadas desde la época indígena, ha originado sistemas culturales híbridos que ni son réplicas exactas del patrón prehispánico, ni copia de estilo de vida europeo. La extensión del Estado de Chiapas es de 73.887 kilómetros cuadrados, con ciento once municipios y una escasa población actualmente situada en millón y medio de habitantes, con límites bien diferenciados de los de la época española.
Por su parte, el Estado de Morelos, centro del levantamiento de Emiliano Zapata (1911-1919), es de pequeñas dimensiones –4.914 kilómetros cuadrados–, está situado a las puertas de la capital del país, con 180.000 habitantes en 1910, poblado por toltecas y posteriormente por nahuas, y fue territorio de la «federación azteca» bajo la dirección estatal de la ciudad de Tenochtitlán. Desde el siglo XVI la región cambió radicalmente con la introducción del cultivo de la caña de azúcar, siendo la parte más rica del señorío concedido por el rey de España Carlos I a Hernán Cortés, cuya jurisdicción comprendía sólo indígenas, con exclusión de españoles. Por eso, los marqueses del Valle evitaron la fundación de villas o ciudades de españoles, establecieron su sede principal en Cuernavaca, lo cual dejó a la región muy marcado carácter indígena, adoptando sin embargo sus pobladores lengua española como elemento de comunicación. Los marqueses del Valle tenían el derecho –único en la Nueva España– de vender concesiones de tierras, lo cual efectuaron en gran escala en favor de capitalistas y altos funcionarios de México, que podían hacer las inversiones necesarias para la compra de maquinaria, semovientes y demás inversiones necesarias, así como para la construcción de acueductos indispensables para el establecimiento de grandes ingenios azucareros, por ejemplo, así como otras novedades de modernización. Imposible, pues, aplicar la teoría de modelos en los alegatos del «comandante Marcos».
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