Opinión

¿Qué ocurre en Chile?

De las noticias y opiniones que llegan a conocimiento en la prensa diaria, no resulta fácil inferir explicaciones referidas acontecimientos pasados, por importantes que estos sean, para explicar hechos, sobre todo si estos forman una estructura en la que, por añadidura, inciden situaciones de extrema complejidad internacional, que añaden al problema de extensión el importante de co-implicación. La cuestión fundamental es la incidencia coyuntural compleja, a lo que se añaden influencias intelectuales de planteamientos filosóficos e influencias continentales, ideologías intencionales particularísimas, que al menos momentáneamente permiten hacer pensar que los «hechos» de referencia pueden ser un acierto, aunque momentáneo, que realmente se convierten en humo. En efecto, se transforma inmediatamente en nada y es borrado rápidamente de la realidad.

Ante la reaparición en Chile de la violencia, de la protesta social y política, debemos partir de un enfoque histórico sereno. Un amigo mío, altamente estimado por su sabiduría y conocimiento de la realidad vividos personalmente en Chile, me pide la opinión, que con mucho gusto procedo a dar, advirtiendo que esta opinión no es sobre un asunto baladí; que no es fácil entrar en una explicación que abarque la compleja problemática que la constituye y que de ninguna manera pretendo que lo que yo pueda opinar se considere ni absoluta, ni definitiva, porque constituye un mundo problemático de extrema complejidad.

La República de Chile –la más «alejada»– de las naciones americanas de raíz española y, en consecuencia, europea de Hispanoamérica, ofrece históricamente un contraste muy acusado respecto a otros países iberoamericanos, donde se origina cambios muy rápidos, el radical desajuste con las condiciones sociales, políticas y económicas de mayor lentitud de adecuación en su adaptación a la realidad estatal. Desde su independencia política de España, se advierte un relativo adelanto en los modelos institucionales y en su organización social, respecto al nivel correspondiente de su estructura económica. Este desajuste se aprecia de modo particular en el ejercicio de las condiciones sociales de sus clases medias, de mayor lentitud de adaptación de papeles factoriales nacionales en sus formas institucionales. El análisis de esta realidad ha llevado a un sector intelectual –me refiero a Aníbal Pinto– a la conclusión de que se trata de una «economía difícil», pero como consecuencia, sobre todo, al querer adivinar el futuro. En todo, es evidente, que estas conclusiones de 1964 tienen, en 1970/73, un valor inapreciable para Chile con un carácter distinto al de otras repúblicas coetáneas, en plazos generacionales de otras comunidades nacionales.

Aníbal Pinto cifra las razones de la dificultad chilena en dos supuestos: el límite real del proceso de sustitución de importaciones –la etapa fácil de la economía chilena– y, en segundo lugar, que la estructura social chilena plantea serias incógnitas respecto a la superación de esa etapa y la sitúa ante un grave desafío consistente en encontrar un modelo capaz de articular la transformación de la economía nacional con un nuevo tipo de apertura hacia el exterior y, al mismo tiempo, encontrar una distribución de recursos capaz de satisfacer a la población marginada por el crecimiento económico de las décadas anteriores y poner en práctica otro modelo de desarrollo que se integre y sea capaz de satisfacer las nuevas necesidades de la población.

Puede afirmarse que, desde 1945 a 1958, Chile se ha caracterizado por un sistema de «negociación», inspirado en dos «modelos» del siglo XIX: el de la república conservadora portaliana (1830-1860) y el de la república liberal (1860-1920), lo cual proporcionó una característica impar: la vida política dominada por la acción parlamentaria. Con frecuencia, grupos heterogéneos se han unido para una solución inmediata de los problemas, según se iban presentando, para encontrar solución en virtud de acuerdos, compromisos y negociaciones entre las minorías dominantes de la vida política concebida en la «urdimbre» parlamentaria. Esto produjo la revelación de un gran número de personas no participante; en segundo término, la creación de centros de alta comisión; por último, canales de comunicación de ideas entre los grupos de interés y la masa excluida de la participación política: el «corporativismo» y el «colectivismo» o, si se prefiere, la expansión de una ideología que quiere conseguir un modelo de masas que favorezca sus intereses peculiares.