Opinión
Otro no, por favor
Nací bajo el Frente Popular. Pertenezco a la provecta generación de tardo-octogenarios que vivimos, desde la cuna, el martirio de tantos españoles hoy elevados a los altares. Valetudinarios y cortos de memoria, no olvidamos, sin embargo, aquella España macilenta y alpargatera de nuestros primeros recuerdos. No volví a ver nada comparable hasta que, treinta años más tarde, aterricé destinado en un paupérrimo Pakistán. Con aquellos bueyes araron nuestros padres y con ellos hubimos de continuar arando los de mi generación y los que fueron, con el paso del tiempo, incorporándosele.
España había quedado arrasada por la guerra fratricida. A ésta le siguió la Segunda Mundial de la que el destino quiso librarnos. Paz sí, pero también ominoso aislamiento que cercenó las posibilidades de adrizar el país. Terminó la guerra, pero no el aislamiento. De eso se encargaron Stalin y, desde el exilio, sus cuates frente-populistas. No fue simplemente un aislamiento. Se trataba de uno de los bloqueos más extremos que recuerdan los anales de la historia de las relaciones internacionales. España pasó a ser un Estado paria. Se prohibió comerciar con ella. Se retiraron los embajadores y se cerraron, a cal y canto, las fronteras.
Con éstas se las tuvo que ver lo que algunos han llamado la generación numantina. Sufrió días de pan con más negrura que miga. Con alguna ocasional cucaracha amasada en sus entresijos. Días sin leche y sin azúcar. De infumables sucedáneos. Del pollo o de la vaca ni estaban ni se les esperaba. Algún tropezón perdido en una suerte de sopa de ave o las latas de corned beef, gentileza de Evita Perón. Malo y poco. En efecto, la comida estaba racionada. Tan mal iban las cosas que algunos, para comer algo, vendían parte de sus cupones de racionamiento. Una niñez sin juguetes como no fuera aquel aro de metal oxidado que conducíamos con la ayuda de un alambre retorcido.
Llegó el turno de tomar el relevo a la generación que luchó en la guerra civil. Recibimos el testigo de unos padres bregados en el pluriempleo. Apenas conocían vacaciones o fines de semana. Hubieron de azuzar la imaginación y la solidaridad para superar el gálibo de tantas carencias. Obtuvieron el petróleo, que se le negaba desde el exterior, de pizarras bituminosas. Los vehículos circulaban con el gasógeno adosado. Se desprendieron de sus relicarios de oro y de sus alianzas matrimoniales para cederlos a las arcas del Tesoro en sustitución del oro que algunos gerifaltes del exilio decidieron saquear. El nuevo Estado había nacido quebrado y de poco servían los impuestos para un pueblo que también lo estaba. Tuvo que ganarse la vida como pudo, enjaretando una tupida red de monopolios. En nuestra desgracia, todos remábamos al unísono y en la misma dirección. Con la misma determinación. No nos detenía el terror que sembraba el íncubo maqui en un nuevo intento de imponer la dictadura del proletariado y sabotear los esfuerzos para sacar a España de la miseria.
Poco a poco, el país resurgía de sus cenizas prietas las filas de la generación que de numantina pasó a palingenésica. Las fronteras se fueron abriendo. Los embajadores, como las golondrinas, volvieron. Nuestras viejas calles de adoquín se vieron festoneadas de vespas y lambrettas. Recorridas por los biscuter, esa zapatilla con cuatro ruedas bufo precursor del Seat 600. Coche epónimo de esa clase media que había sentado sus reales por las cuatro esquinas de España. Lo que más llamaba la atención era la elación con que observábamos el progreso patrio. La misma que cuando vemos a nuestro equipo subir puestos en la liga.
A la muerte del dictador estaba yo de Cónsul de España en Houston. Recién aprobada la Constitución, los Rotarios me pidieron que conferenciara sobre la nueva España. Les expresé mi orgullo al representar a España y sus gentes. Esa que en pocos años había protagonizado tres revoluciones incruentas. Una económica, que nos convirtió en la novena potencia económica del mundo. Otra social, con la implantación de una sólida clase media. Y, finalmente, otra política que nos llevó a transitar de una manera ejemplar de la dictadura a la democracia. Algo, sin embargo, había cambiado en España de lo que yo, por mor de la distancia, no me había percatado: me llevé una diplomática zasca de mi ministro. Fue mi primer encuentro con lo políticamente incorrecto.
Los de mi quinta, decían, estábamos contaminados por el franquismo. ¡Pero si ni Franco era franquista! Se nos tildaba de fascistas, ese flattus vocis con el que algunos intentan zaherir a quienes no piensan como ellos. El marbete de generación heroica inscrito en su palimpsesto heráldico ha sido sustituido por el de generación apestada. Parece que mediante la memoria histórica estamos reinventando el pasado para falsear, por imperativo legal, un presente que si Dios no lo remedia, nos conducirá a un futuro desgraciadamente ya conocido. Por favor, santo compostelano, cierra España y no permitas que muera yo bajo la férula de un segundo Frente Popular.
✕
Accede a tu cuenta para comentar