Opinión
El renacimiento colonial del XVIII
Desde el siglo XVI la obra de España en América se había centrado en la creación de sociedades nuevas, promotoras de una situación histórica cuyo mayor resultado fue conseguir la integración de sociedades indígenas de mentalidad orientalizante a las normas, comportamientos y pensamiento propios de la sociedad occidental. Desde el siglo XVII se produjo un desplazamiento a los territorios americanos del Norte de la cultura anglosajona y de la latina francesa, centradas ambas en la creación de riqueza y su explotación comercial. Las leyes del asentamiento colonial inglés en América del Norte se centra en la producción y el comercio, lo cual originó manifestaciones de vida norteamericana, en las que se fue formando un nacionalismo, origen de un fenómeno conocido bajo el nombre de «renacimiento colonial», discutido en su exacto significado, pero, en cualquier caso, una realidad que hay que comprender desde una doble problemática: 1) cuál fue el papel que en ese planteamiento tuvo el pensamiento europeo; 2) en qué momento histórico puede hablarse de un «pensamiento» norteamericano.
El primero responde a un fenómeno de expansión de las ideas para lograr una identidad cultural: el mundo anglosajón y los desplazamientos emigrantes que se producen a partir de los primeros años del siglo XVII; el segundo, es un problema metodológico, que nos mueve a dilucidar el momento del proceso histórico el que se origina el hecho del inicio de efecto histórico en que se gesta el acontecimiento que interesa analizar.
Pues bien, respecto al primer problema, existe un vínculo dependiente de los pensadores políticos norteamericanos respecto de los europeos. Benjamin Franklin se inspiró, incluso estilísticamente, en el «Spectator» de Adison, que profundizó en el deísmo a propósito de la controversia religiosa inglesa y formó su bagaje intelectual estudiando a los newtonianos ingleses. John Adams, aunque se mostrase despectivo respecto al optimismo ingenuo de Helvetius y de Rousseau, desarrolló su teoría de la revolución legal, inspirándose en la lectura y estudio de las tesis jurídicas de Grotio, Pufendorf, Barbeyrac y otros europeos. Jefferson se apoyó en el pensamiento europeo; inequívocamente llamó a Bacon, Newton y Locke «la trinidad de hombres más grandes que ha habido en el mundo». El pensamiento de Madison debe mucho a la filosofía escocesa y a Montesquieu. Y, en fin, Alexander Hamilton, sin duda movido por su admiración a la monarquía española del siglo XVII, además de sus lecturas de Grotio, Pufendorf, Locke y Montesquieu, estudió cuantos libros de la escuela de pensamiento española pudo conseguir.
Como se ha demostrado, lo que ocurre –y ello nos enlaza con la segunda cuestión planteada anteriormente– es que lentamente surge un proyecto nacionalista, que poco a poco sustituye la conciencia de comunidad británica, para firmar y desarrollar la de «comunidad estadounidense»: el proyecto de la Unión. Hay que abandonar la teoría de A. Koch, que sitúa el renacimiento colonial norteamericano en el año 1765. No existe ninguna realidad de esta naturaleza que se manifieste en un solo año, como una repentina erupción volcánica; se trata de la aparición y desarrollo de un proceso histórico, un proceso de maduración que ofrece su máximo en la acción revolucionaria. Su comienzo hay que situarlo en los años iniciales del siglo XVIII: entre los años 1700 y 1776, durante el cual se modifican las fases vitales, sociales e ideales, sobre las cuales se constituye el proyecto de una nueva nación. Hacia 1700 la población colonial de las Trece Colonias Británicas era de 350.000 habitantes; en 1776 ascendía a unos dos millones; a comienzos del siglo XIX, a cuatro millones; un potencial humano en vías de crecimiento, básicamente por vía de inmigración, que vive en una permanente escuela comercial y de relación económica interior y exterior, produciendo también una estructura mercantil urbana de la mayor pujanza. Filadelfia fue la ciudad mercantil de mayor pujanza, con sus puertos satélites de Burlington y Salem, eje del comercio de cereales, carne, maderas y tabaco. Al norte, Nueva York exportaba los mismos productos, mas cantidades ingentes de pieles y una considerable gama de productos coloniales tropicales: fundamentos de la «revolución industrial» británica.
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