Opinión

El mundo, con las gafas empañadas

La realidad es distinta para lo miopes estos días (y mucho más, por cierto, y en serio, para los sordos que necesitan leer los labios)

Quizá yo hubiese podido ser futbolista. Pero cuando me llegaba un balón para rematar de cabeza y meter un gol histórico, tenía que, primero, quitarme las gafas y después, saltar. Nunca me daba tiempo. Así, un día el entrenador me mandó jugar un poco más atrás, otro día un poco más atrás y otro ya acabé detrás de la portería, de suplente. Podría haber jugado sin gafas, pero alguna vez que lo intenté iba a lo loco, a rematar todo: el balón o la cabezas rivales o los postes. Yo saltaba y a lo que diese. Más o menos, como hace Mariano en el Real Madrid.

Cuando me preguntan por qué no llevo lentillas, respondo de manera convincente que las gafas son menos molestas. No cuento la pura verdad: que los feos llevamos gafas y nos dejamos barba de tres días para eso, para intentar, evidentemente sin éxito, ser menos feos.

Pero estos días me lo estoy pensando. Ahora cuando voy por la calle y oigo que alguien dice «hola» yo contestó un poco a voleo otro «hola, qué tal» sin saber si me han saludado a mí, a otro, o si estoy hablando con el semáforo y el cubo de basura. Con la mascarilla y las gafas todo es nebuloso y las personas son difusas. Si me las quito para limpiarlas y quitarles el vapor, no mejora: recuerdo mi miopía y que bastante hago ya para no chocarme con los árboles.

La realidad es distinta para lo miopes estos días (y mucho más, por cierto, y en serio, para los sordos que necesitan leer los labios). La conjunción mascarilla-gafas nos altera la visión, pero también explica muchas cosas, por ejemplo, los tuits de Echenique (porque dime que es eso, Pablo, ¿verdad? que se te empañan las gafas y no distingues).

Cuando era un adolescente, me gustaban mucho los libros de Manolito Gafotas. Él era gracioso, era tierno, en parte me recordaba lo que yo había sido de niño y, principalmente, era gafotas. La otra noche quise legar a mi hijo un modo de mirar el mundo y, juntos, nos pusimos a leer a Elvira Lindo.

Duramos cinco minutos. Él no entendía que los niños que se reunían junto al árbol del ahorcado no se pusiesen a ver el móvil. Pasábamos páginas y no aparecía ni un youtuber. Ni una sola vez juega Manolito a la consola. Para él, era como leer ciencia ficción.

Al dormirse, me levanté de su cama dando vueltas a qué haría Manolito con sus gafas en tiempo de mascarillas : ¿sería risueño o sería como Echenique? También pensé que o me pongo ya con el Rubius o pierdo a mi hijo. Y que, en fin, quizá tenga que sacrificar mi belleza y probarme lentillas.

Después, fui a mi cuarto: no encontraba mis gafas. Tardé unos cinco minutos en darme cuenta, por millonésima vez en mi vida, que las llevaba puestas.