Opinión

La urna de Budó

A los niños pobres catalanes, los Reyes les han traído una urna. A Meritxell Budó, pastorcilla del Belén de La Garriga, le pidieron que donara algo para una subasta benéfica en favor de los niños sin recursos y ofreció una urna del 1-O. El acto de amor fundacional de la Navidad consiste en que al Niño en Belén recién nacido lo recostaron en un pesebre pudiendo tumbarlo en una urna del 1-O. Budó, que no teme encasillarse en el papel de Budó, justifica el regalo en que para tener un futuro mejor, es necesario tener más libertad. Oh, Meritxell, tamborilera del misterio de la patria perdida, a ver por qué no ibas a plantarte en el portal del bloque del cinturón de Barcelona, rojo-Santa Claus, con una caja de plástico comprada en los chinos, ojalá una reliquia de un pelo de Carles Puigdemont.
Conocí de cerca a Gaspar, tanto que después de las cabalgatas de los 90 de San Sebastián, lo veía sentarse en el sillón a leer un puñado de cartas de los niños. Algunos le escribían una lista larguísima en la que cabía una juguetería entera, otros solo pedían que se pusiera bien el hermanito y alguno, un trabajo fijo para su padre. Ni rastro de reliquias políticas.
La urna de Budó como ofrenda de la Navidad –arca de la alianza gran chiringo psiquiátrico del independentismo–, consigue una imagen bastante lograda de la trampa del secesionismo en general. El movimiento independentista es un ejercicio de magia que consiste en tomar cualquier necesidad urgente del ciudadano –la aspiración de cualquier padre de saber que su hijo se va a encontrar un buen juguete debajo del árbol, por ejemplo, o la idea de tener un buen trabajo en un país libre que funcione medianamente– y sustituirla por el ideal lisérgico del voto, la autodeterminación de los pueblos, la estrella de Waterloo y la prosilla de la chatarra del «España ens roba», una olla imaginaria de plástico con brillos heroicos de la que no comen más que los que la menean. Así se sustituye el Estado del Bienestar por esta cosa tan cercana a la demencia.