Literatura

Mi viejo diploma de astroarqueólogo

Loev elaboró una lista con las anomalías de aquel visitante que estuvo once días al alcance de nuestros observatorios y llegó a una conclusión: ningún objeto natural se comporta así.

Tenía solo 16 años cuando sentí la imperiosa necesidad de acudir a un banco y pedir que me cambiasen dos mil pesetas en dólares americanos. Entonces la compra de libros o la suscripción a revistas internacionales pasaba por disimular un puñado de esos billetes en un sobre, enviarlos por correo aéreo y aguardar con los dedos cruzados a que el cartero dejara en tu buzón lo que habías pedido. Mis dólares volaron a Chicago y, al cabo de un mes, recibí lo que quería: un diploma y un carné que me acreditaban como miembro de la Ancient Astronaut Society (AAS), un boletín de cuatro páginas llamado Ancient Skies y un grueso libro de bolsillo con un título desconcertante: El duodécimo planeta. Los responsables de aquella organización habían acuñado el término «astroarqueología» para referirse al estudio de presuntas pruebas arqueológicas dejadas por visitantes extraterrestres en el pasado remoto de este planeta. La idea fue planteada en 1968 por un escritor novel suizo llamado Erich von Däniken y dio lugar a todo un género literario. Durante años no hubo hogar en Europa donde no se hubiera discutido sobre si el Dios de la Biblia fue en realidad un cosmonauta, o si las pirámides se levantaron con ayuda de tecnologías de otro mundo.

Mi diploma de astroarqueólogo adolescente ha estado años acumulando polvo en un sótano, pero esta semana lo he desenterrado por culpa de otro libro que pronto llegará a los escaparates y que ya he tenido la suerte de leer. Se trata de un ensayo del director del Departamento de Astronomía de la Universidad de Harvard, Avi Loeb. El autor es una eminencia internacional en lo suyo. Ha publicado artículos en todas las revistas científicas de referencia, ha colaborado con Stephen Hawking, e incluso con astrofísicos españoles, en textos y proyectos sesudos. Pero lo que plantea en su libro va dos pasos más allá de su disciplina. De hecho, propone reivindicar el término «astroarqueología» e incorporarlo al vocabulario universitario.

Su argumento tiene que ver con un visitante cósmico que pasó cerca de nosotros en 2017. En octubre de aquel año el observatorio Pan-STARRS1 de Hawaii detectó la aproximación de lo que, al principio, se creyó que era un cometa procedente de algún lugar en el entorno de la estrella Vega. Era la primera vez que se captaba una roca que viajaba de estrella en estrella, con una órbita hiperexcéntrica. La Unión Astronómica Internacional, sorprendida, cambió su denominación tres veces en cuestión de días: de cometa pasó a asteroide, y de ahí a «interstelar». Lo bautizaron como 1I/2017. Aunque saltó a los medios bajo el nombre hawaiano de Oumuamua («mensajero que llega desde un pasado lejano»).

Oumuamua se movía a unos 97.000 kms/h y por la forma en la que reflejaba la luz del Sol dejó claro que no se trataba de un pedrusco convencional. Los astrónomos hicieron sus cálculos y se fascinaron ante un cuerpo prácticamente plano, mucho más largo que ancho, que se parecía a una enorme vela de 230 metros de lado. Aquello era diez veces más brillante que cualquier cometa. Aunque lo que de verdad los dejó atónitos fue el cambio de trayectoria que ejecutó al aproximarse al Sol y la aceleración constante de su «fuga». Oumuamua no desprendió polvo ni gases en esa maniobra como lo haría un cometa normal. Pero es que además, lo hizo con una rotación uniforme, insólita para rocas de superficie irregular que van «dando tirones» en sus movimientos por el espacio.

Loev elaboró una lista con las anomalías de aquel visitante que estuvo once días al alcance de nuestros observatorios y llegó a una conclusión: ningún objeto natural se comporta así. No solo estábamos ante un cuerpo celeste entre un millón sino que, a su juicio, aquello tenía que ser «un equipamiento tecnológico extraterrestre fabricado para cumplir un fin concreto». Su idea no es, sin embargo, tan sorprendente como pueda parecer. Nosotros –los terrícolas– ya hemos enviando cinco naves al fondo de la galaxia (las Voyager 1 y 2, las Pioneer 10 y 11, y más recientemente la New Horizons). Todas van equipadas con mensajes dirigidos a la hipotética civilización alienígena que se tropiece con ella… si es que lo hacen. ¿Pudo ser Oumuamua un objeto de esa clase?

La lectura de Extraterrestre –así se titula el libro que Planeta lanzará el día 3– engancha. Loev repudia en él la pasividad de sus colegas astrónomos. Se queja de que solo existen ocho tesis doctorales en el mundo dedicadas a la vida inteligente en el Universo frente a las miles de ellas que hablan de supercuerdas, multiversos o partículas de energía que aún son meras conjeturas. Al menos, dice, sabemos que la vida inteligente no es una teoría: nosotros estamos aquí. Y podría haber muchas más. Él cree que esa reticencia en abordar la cuestión se debe a la mala prensa que el cine o los estériles debates sobre ovnis han dado a su búsqueda, pero reclama un cambio inmediato de actitud. No es sensato, escribe, «que un joven astrofísico teórico tenga más posibilidades de acabar consiguiendo un puesto fijo si estudia la existencia de multiversos que si busca pruebas de vida inteligente extraterrestre», y anima a practicar la «astroarqueología». Una disciplina pensada para encontrar Voyagers alienígenas que vagabundeen por el Universo, como Oumuamua. Seguramente serán tecnología muerta hace millones de años, pero capturar una sola cambiaría nuestra civilización para siempre.

Loev –filósofo además de astrónomo– me ha convencido. Acabo de colgar mi viejo diploma de astroarqueólogo en el despacho. Desde su nueva pared me recordará que buscar vestigios de civilizaciones alienígenas es una disciplina que tiene todo el futuro por delante.