4-M

Seis personajes en busca de Madrid

César Giner

Los datos laborales que mayor impacto me han causado durante estas últimas semanas han sido, de un lado, que los trabajadores jóvenes a causa de la temporalidad cobran hoy salarios hasta el cincuenta por ciento inferiores a los que se percibían a su edad en 1980, y, de otro, que tienen una tasa de paro del cuarenta por ciento. Se trata de defectos estructurales del trabajo en España, y de una grave regresión, que podrían producir manifestaciones perversas en la vivienda, en la baja natalidad o en la sostenibilidad del sistema de pensiones.

Se podía esperar que una convocatoria electoral tan trascendente como la del 4 de mayo en la Comunidad de Madrid provocase un debate intenso sobre el problema de los jóvenes –que es de todos, en definitiva-, o sobre otros temas de no menor calado. No lo esperen. El debate será puramente identitario, rojos contra azules, la batallita cultural de rigor a la que nos vienen acostumbrando esta nueva generación de políticos con un discurso más propio para las agrupaciones políticas de sus partidos que para la dirección del Estado.

La convocatoria electoral, precedida --y casi provocada-- de otro convulso episodio de mociones de censura que sólo pudo concebir el que “asó la manteca”, me recordó, inmediatamente, la comedia del dramaturgo italiano Luigi Pirandello “Seis personajes en busca de un autor”, de quien tomé licencia para presentar esta pieza. Porque los seis candidatos ofrecen una comedia teatral entre la realidad y lo imaginario, más allá de los ideales y de los valores éticos, provocando sensaciones de soledad, incoherencia y fragilidad social. La realidad es, sólo, que el 4 de mayo se puede votar. El resto es una mascarada de los unos y de los otros, que lleva dudar si representan a alguien, si las personas son así, si esos son sus problemas reales.

Isabel Díaz Ayuso, la candidata de los populares, plantea un dilema falso en términos absolutos: “socialismo o libertad”, en un primer momento; “comunismo o libertad” tras la entrada en el patio de butacas de Pablo Iglesias camino del escenario. Las generalizaciones son injustas, e innecesarias en este momento político. Durante la década de los setenta del pasado siglo ser comunista significaba luchar por la libertad. Con un ejercicio del más bello patriotismo, los comunistas, en una comparecencia pública de todo el Comité Ejecutivo del Partido el 16 de abril de 1977, dijeron sí a la Monarquía, aceptaron la bandera roja y gualda como símbolo del Estado –que presidió la comparecencia-- y cerraron las emisiones de Radio España Independiente, símbolo de la lucha contra la dictadura desde la clandestinidad. Fue un gran gesto de reconciliación, que unido a la polémica legalización del Partido el “Sábado Santo Rojo”, el 9 de abril de 1977, sentaron las bases del consenso que presidió la Transición en España. Todavía hoy algunos revolucionarios bien entrados en canas, como el popularmente conocido como “Comandante Tomero” por la Comunidad de Villa y Tierra de Pedraza, califican como “traidores” a aquéllos comunistas. Sirva esta anécdota local para explicar la dificultad del pacto entre el presidente Suárez y Santiago Carrillo, que también provocó temblores en el estamento militar, y que empujó definitivamente a los dubitativos socialistas a la plena aceptación de la Monarquía. Hay que resaltar que el Rey Juan Carlos I conoció y legitimó por el bien del país la incorporación plena de los comunistas al debate público español. La contribución de comunistas y socialistas a la culminación de la Transición y a la consolidación de la libertad en España fue esencial. La Constitución de 1978 trajo cuarenta años extraordinarios de convivencia, paz y crecimiento económico y social. El PP es un partido constitucionalista y se considera heredero de la Transición. No es responsable socavar ese patrimonio común con mensajes simples, ni siquiera en el contexto de una campaña electoral. No, Presidenta, en España Comunismo y Socialismo han sido libertad.

Los comunistas de aquellos años del último tercio del siglo XX poco tienen que ver con sus hijos o nietos del primer tercio del siglo XXI. En la pasada centuria, ya desde los años cincuenta, los comunistas españoles trataban de construir una democracia basada en el gobierno por discusión, con plena participación, moderación de sus planteamientos y alianzas con el resto de partidos de la oposición democrática. Pablo Iglesias, líder de Podemos, está hecho de otra madera diferente a la de aquéllos comunistas. Abraham Lincoln, en su discurso de 27 de enero de 1838 al liceo de los jóvenes de Springfield, que tituló “La perpetuación de nuestras Instituciones Políticas”, decía que no dejarán de surgir entre nosotros hombres con ambición y talento. Buscarán la satisfacción de su pasión dominante como otros lo han hecho antes que ellos. La pregunta es si puede hallarse esa satisfacción apoyando y manteniendo un edificio que ha sido levantado por otros. Seguramente no, decía Lincoln, porque el genio encumbrado desdeña la senda trillada. Pablo Iglesias siente sed y fuego por la distinción, y si puede la conseguirá, como decía el presidente norteamericano, a costa de emancipar a los esclavos o de esclavizar a los hombres libres.

El espíritu de concordia de la Transición, la gran construcción de nuestras generaciones anteriores, junto con la Constitución de 1978, aunque no olvidado, se oscurece con el paso de los años y la gradual desaparición de las generaciones que lo cultivaron. Es lo que Lincoln llamó la “silenciosa artillería del tiempo”, que asemeja ese antiguo espíritu de concordia a los viejos troncos solitarios de los olmos castellanos que no dan ya ni sombra. Pablo Iglesias, y digamos también que sus epígonos Errejón y Mónica García, desprecia los logros de la Transición política, y aspira, desde posiciones populistas, a la igualdad mediante la destrucción de la libertad y de las bases del pensamiento ilustrado, cimientos de nuestras libertades consagradas en 1978. Ya lo advirtió a todos los socialistas Fernando de los Ríos en su gran trabajo Mi viaje a la Rusia sovietista (1921) cuando describió la destrucción de la libertad del rancio régimen comunista soviético, que no tenía en cuenta a las personas, sacrificando su libertad y la democracia por la igualdad. Ante estos “genios” como Iglesias que no buscan la reforma por esos procedimientos nacidos del diálogo de la Transición, sino por la vía de tomar el cielo por asalto, sólo cabe la unidad de los ciudadanos en torno a las Leyes y a la razón. Ahora llega casi cadáver al teatro madrileño y su función es como la de la urraca de la Pampa: poner un huevo en la Asamblea de los madrileños para seguidamente ir a dar los gritos a otro lugar.

La mascarada de los socialistas madrileños para estas Elecciones es inédita en estos últimos veinte años. No se sabe quién ha subido al escenario: ¿Pedro Sánchez o Ángel Gabilondo? Tampoco conocemos la política fiscal de los socialistas: ¿la subida de impuestos de Pedro Sánchez o el mantenimiento del status quo fiscal propuesto por Gabilondo? Poca credibilidad tiene la propuesta fiscal del candidato formal socialista cuando el presidente del gobierno de España y el compañero obligatorio de viaje de Gabilondo, Pablo Iglesias, proponen alzas generalizadas de impuestos a los madrileños. Provoca una sensación de hilaridad el discurso de Gabilondo –y de otros presidentes autonómicos socialistas—sobre el nacimiento en Madrid de un nacionalismo madrileño. Si fuera así, valga el siguiente sarcasmo de un amigo, ya pueden empezar a buscar el encaje de Madrid en España, aplicando una receta a la catalana. Algunos moderados entienden que la singularidad de Madrid no es más que una reacción al gradual desmantelamiento de las Instituciones del Estado español realizado por el Gobierno de España. En este sentido, no es muy inteligente llamar nacionalista a un madrileño, como tampoco lo es que el portavoz del sindicato de manteros, y candidato a diputado por Podemos, Serigne Mbayé, califique como racistas a los madrileños: ambas son curiosas técnicas de ganar el voto del electorado de Madrid, valga también la ironía.

Finalmente, cuando el rival político marcha con viento en popa y a toda vela, la técnica de campaña recurrente de los socialistas no son las propuestas constructivas, sino mostrar la foto de Colón con la denominada ultraderecha, o sacar del banquillo a calentar a Franco para que entre en el escenario. De tanto girar la rueda del mechero acabarán con la piedra y no producirá fuego. Como si los socialistas, de añadidura, no tuvieran fotos tan “alentadoras” como esa: con Otegui, condenado por delitos de terrorismo, como socio estructural del Gobierno, sin ir más lejos. De añadidura, sorprende el mimetismo estupefaciente y escasamente democrático de Sánchez, Iglesias y Errejón con las actitudes de los nacionalistas irredentos: los tres, sin vacilar, han calificado de provocación el mitin de Vox en Vallecas, como suelen hacer Bildu, ERC y Junts cuando un constitucionalista pronuncia un discurso en alguna zona especialmente conflictiva del País Vaco, Navarra o Cataluña. A semejante disparatario contribuye el exagerado y poco apropiado escrito de 268 escritores, actores, periodistas y sindicalistas que afirma que los gobiernos del PP han atentado durante veintiséis “infernales” años contra los derechos y la dignidad de la “mayoría” ciudadana, y que un gobierno de izquierda progresista puede cortar en seco el “avance del fascismo” en España.

Llama la atención la condescendencia de los socialistas con esa izquierda irreconciliable, en palabras de Manuel Valls, representada por los populistas de Podemos, enemiga de la libertad, y lejana a los planteamientos democráticos de los comunistas antes, durante y después de la Transición; así como la complacencia de los populares con la derecha populista y también irreconciliable, representada por Rocío Monasterio, candidata de Vox, que cuestiona, claramente y sin ambages, los ejes sobre los que se ha desarrollado en España el fructífero paradigma social-liberal: la ampliación de los derechos civiles, la afirmación del Estado del bienestar, la pertenencia a Europa, y las CCAA como elementos de la cohesión social española. Monasterio tiene la tendencia a buscar un culpable, sin aportar más soluciones que las de sus socios internacionales. ¿Sería razonable sostener que Trump, Salvini, Le Pen o el partido Alternativa por Alemania son representantes de la democracia liberal? Son los socios de Vox, que presenta igualmente una posición confusa sobre los cuarenta años de dictadura en España. La cooperación con los populistas irreconciliables, de derechas o de izquierdas, no debiera ser la opción para los populares o los socialistas, que poco o nada tienen que ver con ellos.

No puede afirmarse que los socialistas tengan un proyecto para Madrid, ni para España. La última vez que los socialistas tuvieron un plan para Madrid fue en tiempos de Felipe González, con el “Plan Felipe” en materia de infraestructuras. Y ya no se trata sólo de un plan para Madrid, sino también para España. La realidad es que el Gobierno actual de España es solamente táctico y no tiene un proyecto visible de país, y eso también importa mucho a los madrileños.

Entra por el patio de butacas y no se sabe si representará la función el candidato de Ciudadanos, Edmundo Bal. Dicen que son el centro sin concretar qué es el centro. Albert Rivera tenía un proyecto. Se equivocó al final cuando pudo generar esa mayoría para realizar los cambios estructurales que requiere España. Ahora parece que el proyecto es la salvación in extremis. Y después ya se verá si se inclinan hacia un lado, como en Murcia, o hacia el otro en apoyo del Partido Popular. Demasiadas incertidumbres para unas Elecciones tan importantes como las del 4 de mayo.

A diferencia de la gran obra del dramaturgo siciliano, Luigi Pirandello, sus Seis personajes en busca de un autor, cabe razonablemente dudar que la representación teatral de los candidatos alcance a convertir al elector en un ciudadano comprometido con esas propuestas. La puesta en escena con esas máscaras difícilmente conmueve a los electores que conocen la realidad política, económica, social y sanitaria de los próximos años. Y lo cierto es que la realidad puede cambiarse, que hay que volver gradualmente sobre ella, y que la mayor transformación sólo puede llegar de la mano de los dos agentes que más votos tienen: el Partido Popular y el Partido Socialista. Entretanto que los personajes políticos reconozcan su verdadero rol en la representación política, sólo cabría decantarse por el mal menor. Los electores tienen la última palabra.