Literatura

El príncipe y los de arriba

El 23 de febrero de 1955, en su finca campestre de Hampshire, uno de los empleados del último virrey de la India sufrió lo que en el argot de los ufólogos se llama un «encuentro cercano».

Dice un antiguo proverbio italiano que «una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja». La frase viene a cuento tras el reciente óbito del príncipe Felipe, duque de Edimburgo, marido de la reina de Inglaterra, aunque precisa de un matiz obvio: pese a que la muerte nos iguala a todos, son los movimientos sobre el tablero de la vida los que nos hacen diferentes. Los 99 años del duque han estado llenos de zigzags únicos. Y me sorprende que ninguno de los semblantes póstumos de estos días haya subrayado, por ejemplo, uno de los rasgos más peculiares de su carácter: Felipe de Edimburgo fue un apasionado de los ovnis.

Contra lo que pueda parecer, ese no fue un pasatiempo secreto ni menor. En 1997 su asistente personal publicó unas memorias en las que lo confirmaba. Sir Peter Horsley fue su equirry –literalmente, el caballerizo del rey– entre 1949 y 1955 y también su testaferro en asuntos de platillos volantes. En «Sounds from another room» desveló no solo que el duque contaba con una de las mejores bibliotecas ufológicas del Reino Unido sino que incluso llegó a reunirse en Buckingham, en su nombre, con testigos del fenómeno. Invocar al duque actuaba como un «suero de la verdad» con ellos, escribió. Horsley transcribía sus relatos para él y no era raro que éste los compartiera con el resto de la familia real. Aunque todo apunta a que su interés se consolidó cuando Felipe oyó contar a su tío, el impecable lord Luis Mountbatten, algo que lo fascinó.

El 23 de febrero de 1955, en su finca campestre de Hampshire, uno de los empleados del último virrey de la India sufrió lo que en el argot de los ufólogos se llama un «encuentro cercano». Fred Briggs, sargento retirado, se desplazaba a diario entre Romsey y la finca de los Mountbatten en bicicleta. Esa mañana, a las 8,30, soportando el frío que había dejado la nevada de la noche anterior, tropezó con algo insólito. Al pasar junto a una vaguada, observó un enorme objeto en forma de peonza, del color «de una cacerola de aluminio», flotando silencioso a un lado del camino. El sargento puso pie a tierra y, titubeando, se adentró campo a través hacia «aquello». Era enorme. De unos 8 a 10 metros de diámetro. Tenía una hilera de ventanillas en el centro y una suerte de apéndice tubular en la panza por el que vio descender a un hombre enfundado en un traje oscuro con escafandra. Briggs contó que en ese momento una «fuerza invisible» lo hizo caer al suelo inmovilizándolo bajo el peso de su bici. Bocarriba, aún pudo ver cómo aquel tubo se replegaba y el objeto desaparecía a la velocidad del rayo.

Lo que sorprende de ese incidente es que lord Mountbatten se tomara tantas molestias por estudiarlo. Interrogó a su empleado con pericia militar, visitó el lugar del encuentro y redactó un informe que permaneció inédito hasta los años ochenta… pero que, sin duda, compartió antes con su real sobrino.

Eran los tiempos de Peter Horsley. Los ovnis salían día sí, día también en las páginas de los periódicos. En esos meses, enfebrecido por las noticias que llegaban de Francia sobre una oleada de avistamientos y aterrizajes de ovnis, el caballerizo real protagonizó un episodio aún más raro. Un general de la RAF le presentó a una mujer que a su vez lo invitó a una reunión discreta, en un piso de la calle Smith de Chelsea, con un misterioso interlocutor. La escena que describe es de película: recortado contra una chimenea, un varón de unos 40 años, pausado, se le presentó como «míster Janus» y le preguntó por lo que él sabía de los platillos volantes. Horsley receló, pero el desconocido aprovechó sus dudas para hilar un monólogo que duró varias horas. Le habló de física, de viajes en el tiempo, de los riesgos de la energía nuclear y se adelantó una vez tras otra a las preguntas que el equirry pretendía hacerle. «¡Podía leer mi mente!», dijo después.

Horsley mencionó varias veces a Janus en sus memorias, sugiriendo que pudo haberse reunido con un extraterrestre. Incluso reconoce que tras aquella primera cita se lo contó todo al general Frederick Browning, secretario personal de la reina, que le ordenó que volviera a entrevistarse con él. Lo intentó, pero sus contactos le dieron largas, la intermediaria desapareció y el piso de Chelsea apareció vacío. No son pocos los analistas británicos que hoy sospechan que aquello pudo ser un teatrillo del Servicio Secreto para averiguar cuánto podían irse de la lengua Horsley y el duque de Edimburgo si alguien los deslumbraba con «cuentos de alienígenas».

Aquellos lejanos años 50 nos han entregado otros documentos curiosos, como la carta que en julio de 1952 Winston Churchill dirigió a Lord Cherwell, Secretario de Estado del Aire, preguntándole «¿qué es todo esto de los platillos volantes? ¿Cuál es la verdad?». O el posterior testimonio de Fred Briggs quien, al día siguiente de su «encuentro cercano» en Hampshire, creyó escuchar en aquella misma vaguada un mandato en su oído: «Si lord Mountbatten se reúne con nosotros, podría cambiar el mundo». Tras la muerte del duque de Edimburgo hemos perdido a todos los testimonios de esa época. Estamos en ese momento en el que, como escribió Delibes, «los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales». Ya solo hace falta que alguno de los guionistas de «The Crown» se animen a escribir una película sobre este asunto… Yo lo haría.

Javier Sierra es escritor, premio Planeta y autor del ensayo «Roswell, secreto de Estado».