Literatura
Ana Iris
Y entre las trampas de la nostalgia y el libre albedrío se abre un debate infinito
Como buena urbanita, totalmente confesa, he sufrido tentaciones de dejarlo todo y retirarme al campo. E, invariablemente, cada una de esas pulsiones ha durado poco menos de cinco minutos: tiempo más que suficiente para constatar que mi vida alejada del asfalto (con todas sus bondades y sus malísimas maldades) resulta poco viable. Una opción personal. Acostumbrada a la mediana provincia o a la gran ciudad, el mito de la Arcadia feliz me genera más extrañeza y confusión que certezas. La búsqueda de un futuro más próspero alejado de la urbe se antoja un riesgo que puede terminar creando «mochufas», aquellos personajes de Santiago Lorenzo que volvían cada fin de semana a un pueblo solitario para encontrar la codiciada paz, eso sí, en su todoterreno y sin levantar la mirada del móvil. A la eclosión de cierta idealización de la vida rural han contribuido la pandemia (teletrabajadores con wifi y aspiraciones campestres empujados por las distancias sociales) y el despegue del fenómeno Ana Iris Simón y su Feria. Testimonio vital, homenaje de estirpe y costumbrismo manchego contra la modernidad transmutado en tratado político y piedra filosofal que aúna frustraciones generacionales (legítimas) y desata amores y odios (de unos y de otros). Reconoce Simón el anhelo de una doble huida: en el espacio y en el tiempo. La primera, acercándose a esa España vacía que tan bien contó Sergio del Molino, y la segunda, en el deseo retrospectivo de la situación de sus padres a su edad. Aunque para encajar todas las piezas habría que saber si los progenitores de 29 años de entonces se envidiarían a sí mismos por tener «una hija de siete, una Thermomix comprada con los ahorros de dejar de fumar y una hipoteca» o si ambicionarían los 29 que vinieron después con otros horizontes y oportunidades. Y es ahí donde radica el peligro de las generalizaciones: en convertir decisiones vitales, intransferibles, en varitas mágicas colectivas. Así que, entre las trampas de la nostalgia, la añoranza de lo que no fue y el recurso siempre ineludible al libre albedrío, seguimos enredados en el bucle de un debate infinito en busca, siempre, de la vida mejor.
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