Opinión

El cuaderno de Chapu Apaolaza: El mal

De todas las cosas que debieron hacer de mí un hombre distinto, la única que me cambió de veras fue ser padre. La paternidad nos iguala a todos. Somos los mismos ante el olor a jabón de un hijo que se sienta a cenar recién salido de la bañera o en la noche en vela cuando ya de mayores salen con los amigos, llegan diez minutos tarde y se despierta el fantasma de si habrá pasado algo. Hay un instante en el que, acunándola, la hija que acaba de caerse en el parque calma su llanto y se relaja, y otro momento en el que el niño ya dormido agradece la manta que uno le echa encima en la madrugada. Hablo de cuando de noche, el padre posa la palma de su mano sobre la frente del niño ya dormido, se dice que no tiene fiebre y pide a Dios que le dé salud. Hablo de cuando escucha el primer ‘pom-pom-pom’- en las primeras ecografías del embarazo y comprende que su vida depende de que ese corazón -pequeño, frágil y sin embargo alegre y decidido como un potro-, siga latiendo una vez, otra vez y otra vez más, millones de veces hasta más allá de los días de uno. Hablo de ese momento en el que de pie en el pasillo de madrugada todo padre toma la conciencia de que está tocado por la mayor de las fortuna y que, al recibirla, se hizo vulnerable a la más terrible de las desdichas.

Pueden pasar tantas cosas alrededor de la infancia que hay momentos en que ver a un hijo andar por la vida tiene mucho de ver a un pato cruzar una autopista. El milagro de la vida queda justo al lado de la de la muerte, no la de uno, que cada vez importa menos, si no la muerte del hijo. parece evidente que la mayor tragedia de un padre consiste en sobrevivir a un hijo, por eso resulta tan difícil, no ya comprender, sino acaso concebir todo este universo de horror que cristaliza en el ancla que ha encontrado la policía atada al cadáver de una de las niñas en una fosa a mil metros de profundidad frente a las costas de Tenerife. No se entiende porque no hay nada que entender. Podemos ofrecer lo datos, los contextos, las explicaciones y los condicionantes estructurales de la violencia, y solo encontramos la certeza de que el mal existe incluso camuflado de la más normal de las apariencias y que tenemos el deber de combatirlo.

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