Política

Striptease de brazo de Pedro Sánchez

Encuentro un gozo en la humanización pédrica pues me lleva a reconocer que en mí discurre hacia él un cariño insólito

El brazo de Sánchez se nos presenta en el momento de la primera dosis de la vacuna como un monumento inesperado a lo frágil y a lo humano en un hombre que aparentemente es todo relato, y hoy no. Yo mismo que no temo encasillarme en el papel de majorette del pedrismo, admití hace ya tiempo que a Sánchez habría que haberlo vacunado al principio de la campaña y no cuando tocara, pues un presidente del Gobierno no tiene repuesto. Había que protegerlo en cualquier circunstancia y no caer en el papanatismo tan español de creer que un mandatario puede esperar el turno de los demás, puesto que ni sus funciones ni su responsabilidad son las de los demás. También es cierto que no hacía falta desplazarlo a un hospital público habiendo servicios médicos en Moncloa y pudiendo evitar la foto de un rey o un presidente haciendo cola como si estuviera en el supermercado. Las únicas explicaciones que se le ocurrían a uno eran que en Presidencia pretendían ahorrarse un juicio sumario por haberse saltado el turno ciudadano o quizás que a estas alturas, pretendieran hacer pasar a Sánchez por un ser humano. Al fin y al cabo, los turnos de vacuna por edades, tan perfectamente justos y tan rígidos, se han revelado como un mecanismo redentor del españolísimo sentimiento de inferioridad y del odio autoinmune que padecemos.

Así que agradezco que haya tardado la presidencial vacuna para poder asistir al desnudo de brazo de Pedro Sánchez en esta forma que tanto me lo humaniza y que me permite hacerme cargo del alivio que habrán sentido en su casa al saber que no va a andar más zascandileando sin inmunizar por las cumbres de la OTAN de Dios. Pues antes, cuando me enfadaba con Sánchez, para que se me pasara el cabreo intentaba imaginármelo a través de los ojos de sus hijas, y funcionaba. Ahora me lo imaginaré remangándose ese polo blanco con que se ha vestido para no tener que descamisarse y que casi no usa porque no tiene tiempo y porque siempre va de traje.

Encuentro un gozo en la humanización pédrica pues me lleva a reconocer que en mí mismo discurre hacia él un cariño insólito pero familiar y casi subterráneo, tan distinto de las hagiografías a que acostumbra. Porque cuánto han glosado las proporciones de su apolínea figura los cronistas exaltados que juran que cuando mueve sus manos se determinan los destinos de España . Ahora en cambio se me descubre un brazo común, casi vulgar, ni fibroso, ni gordo, ni musculado. No es el brazo de un chulo, ni es el brazo de Heracles, ni el del novio de la muerte ni tampoco de la tarta de España, o del pulso a la oposición, ni tampoco de disparar contra el sol son la fuerza del ocaso que cantaba la Bersuit. O ese brazo superviviente que dicen se le hizo ala de pájaro cuando en su partido lo arrojaron de la azotea del edificio. No: el de Sánchez es como mucho el brazo de llegar a casa tarde, darse cuenta de que una de las niñas se ha quedado dormida en el sofá y de ser capaz aún de llevarla a la cama a pulso no sin dificultades y pensar en ese momento en qué grande se han hecho.

Es un brazo en la cola de la vacuna donde han esperado los brazos de los ricos, los pobres, los listos, los tontos, los poderosos, los parias, los de izquierda, los de derecha y los de centro en una magnífica coreografía de la igualdad de trato que ha supuesto un refugio, un bálsamo y un recordatorio para el que hubiera olvidado que somos un gran país, cosa que yo nunca he olvidado y apuesto a que Sánchez tampoco.